Mi aventura viajera en mi etapa profesional como inspector de educación, visitando centros y programas educativos por el extranjero, me hizo recalar pronto a la República Checa, lo que conllevó las consecuencias propias de la inexperiencia. Y la primera novatada fue el acarreo durante todos los días del periplo de un equipaje excesivo, pesado y voluminoso. El tiempo y la maestría que aporta la vida errante me han proporcionado la destreza suficiente para componer una maleta con los elementos más o menos justos para la travesía, aunque siempre sobra alguno que no eliminamos ante el temor de los imprevistos. Fueron dos semanas de constante trasiego en las que el avión, el tren y el autocar se convirtieron en espacios habituales donde todo se mueve y el paisaje cambia sin apenas notarlo.
Praga
Tras una breve escala en Praga, mi primer destino fue Ceské Budejovice, la capital de la Bohemia Meridional y la ciudad más poblada de la región con cerca de cien mil habitantes. Su denominación alemana, Budweis, da nombre, precisamente –como la ciudad de Pilsen, otra de las ciudades checas, a un tipo de cerveza– a Budweiser, una de las más conocidas marcas de esta bebida en el mundo.
Ceské Budejovice
Tras llegar al hotel, cercano a las orillas de los apacibles ríos Malse y Moldava, y depositar mis pertenencias, ya bien entrada la tarde, pronto me encontré instalado en otro mundo que hasta entonces desconocía, acostumbrado a los espacios urbanos modernos de la gran ciudad y sin historia alguna, en muchos casos. Allí, las casas medievales, renacentistas y barrocas te trasladan a otras épocas, impresión que se completó a la mañana siguiente cuando, a primerísima hora, me vi cruzando un mercado entre un bullicio que parecía llevar allí varias horas y donde los tenderos y la mercancía que allí se vendía hacían pensar en otras épocas de la historia, cuando las transacciones se hacían por necesidad y no por el puro placer, o vicio, de consumir.
Ceské Budejovice
Ese estado de perfecta conservación de lo antiguo también lo pude observar en el recinto educativo al que acudí para realizar el trabajo que ahora me llevaba hasta allí. Mi falta de perspectiva y de términos de comparación, por aquel entonces, me hacía ser incrédulo ante lo que veía. No podía entender cómo edificios tan vetustos y señoriales, testigos de siglos pasados y de tanto trasiego histórico, podían permanecer aún en pie y en perfectas condiciones de uso y habitabilidad, sin que alumnos salvajes e incivilizados, como había conocido en mis tiempos de docente y director en los centros españoles, no hubieran emprendido una campaña de destrucción, al modo de los antiguos pueblos bárbaros, de todo lo que se encontraran a su paso. No podía concebir que dispensadores de jabón en los baños o extintores para el fuego en los pasillos o azulejos y baldosas centenarias se mantuvieran todavía incólumes. Tampoco podía creerme ese orden y silencio reverencial, casi sepulcral que se respiraba por pasillos y escaleras, espacios que en muchos institutos de nuestro país constituyen, o constituían hasta hace bien poco, un auténtico campo de batalla en los recreos y cambios de clase. El tiempo y los viajes me han permitido asumir con normalidad esta nueva realidad, que yo creía inexistente.
Esa elegante y cuidada vetustez, a la que los españoles no estamos acostumbrados, pues antes que conservar lo que ya tenemos sustituimos lo deteriorado por algo nuevo, se apreciaba en otros lugares de las ciudades por donde pasaba, a veces sobrepasando el límite de lo razonable, todo hay que decirlo.
Olomouc
Así, en Olomouc, ciudad de Moravia, al este del país y mi siguiente destino en este primer viaje, junto a sus plazas y a sus fuentes, de espléndida y monumentalidad belleza barroca, como se apreciaba en la Columna de la Santísima Trinidad, construida en 1740, al final de una epidemia de peste, encontramos unos semáforos decrépitos que cuelgan en las calles, de pared a pared, sujetos por cables, y atormentan al viandante con su ruido mecánico y machacón cada vez que se ponen en verde.
Esa misma caducidad encontré en la estación de tren de la maravillosa Brno, la tercera de las ciudades visitadas en este periplo. Al entrar en ella, retrocedemos varios decenios hasta situarnos en una película de suspense de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, donde el misterio asomaba por cualquiera de las esquinas. Allí, los paneles informativos sobre la salida de los trenes aún no conocen las nuevas tecnologías y mueven las cifras con un incesante parpadeo de los números, que van cambiando con insistencia nerviosa a cada momento. Tampoco existen allí escaleras mecánicas ni otros medios de accesibilidad que alivien al viajero de la pesada carga de las maletas durante el transporte del equipaje por los andenes ni al discapacitado del sufrimiento que le supone moverse por sitio tan incómodo. En fin, modernidad y decadencia conviven con total normalidad en estas bonitas ciudades del Este de Europa.
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