Paisajes más allá de la frontera: Francia, la inflexible elegancia (1)

En mi experiencia de viajes por este país, del que he conocido más de diez ciudades, puedo dar fe del encorsetamiento de las formas
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Francia, hermoso país vecino, carece en su vocabulario de palabras que nosotros sabemos usar con soltura. Son palabras o términos como, por ejemplo, “improvisación”, “flexibilidad” o “capacidad de adaptación”, vocablos de carácter abstracto, pero que se pueden materializar en infinidad de contextos. Y es que los franceses, a mi parecer, son gentes de difícil cintura en eso de saber amoldarse a las circunstancias o echar mano de la imaginación cuando la situación lo requiere.

En mi experiencia de viajes por este país, del que he conocido más de diez ciudades, puedo dar fe del encorsetamiento de las formas o de la rigidez de los trámites, ya sea por mi relación directa con quien he tratado, ya sea por los testimonios que he recogido de personas cercanas. En estas, se encuentra la información que se refiere a la dificultad en la realización de gestiones tan cotidianas como las de abrir una cuenta bancaria, dar de alta una línea telefónica y, no digamos ya, alquilar una vivienda, procedimiento este que tiene más que ver con un proceso selectivo, a modo de oposición a notarías, que con el normal e inocente acto de buscar un sitio en el que vivir.

Notre Dame

Catedral de Notre Dame - París

Me han contado que tal empeño se convierte, por lo general, y sobre todo en ciudades como París, en un proceloso y tortuoso camino hasta conseguir el objetivo, tan necesario para un ser humano. Para empezar, el candidato a humilde arrendatario ha de elaborar lo que en el país galo se denomina “dossier”, es decir, un compendio de documentos, necesario, al parecer, para ser alguien en la vida. Dicho conjunto o inventario de papeles y comprobantes de nuestro paso por el mundo se construye con todo tipo de escritos, informes, resguardos, certificaciones y demás legajos que, a modo de salvoconducto, puedan abrir las puertas para ser persona en la sociedad francesa.

Hay que decir también, para aclararnos, que “dossier” se denomina en Francia a toda recopilación de información, como si el solo nombre dicho término diera mayor prestancia a nuestra existencia y a la relación humana, algo muy propio del espíritu galo. Y así, dossier también se llama al conjunto de documentos que los profesores preparan para impartir cada lección, práctica, por otra parte, muy beneficiosa y apropiada si se hace bien.

Siguiendo con el procedimiento que estamos describiendo, cuando el interesado ha confeccionado el compendio de documentos necesarios para la batalla que le hará ganar un hueco en la sociedad, comienza el tormentoso recorrido por las agencias inmobiliarias; y tras estudiar minuciosamente los méritos de cada aspirante, estas emitirán un veredicto que tardará en llegar y, cuando llega, el pacto se sellará con toda clase de condiciones y bendiciones para el nuevo ocupante de la vivienda.

Una vez superada esa primera prueba, es necesario adaptarse al carácter de los franceses, siempre marcado por ese toque de engolado patriotismo con que tópicamente se describe al francés. Y para conseguir tal objetivo, conviene dotarse de la paciencia y de la distancia suficiente que permita al foráneo contrarrestar lo que podría considerarse un rasgo distintivo de estas gentes.

Descritas ciertas particularidades del genio francés, conviene centrarse ahora en los lugares que uno ha conocido, que son muchos, como he dicho, y cada uno de los cuales guarda en mi memoria un sabor especial: Brest, Burdeos, Cannes, Estrasburgo, Ferney-Voltaire, Grenoble, Lyon, Marsella, Montpellier, Niza, San Juan de Luz, París, Toulouse. En Niza, en ese momento,tomé la cerveza más cara sentado durante el atardecer de un mes de junio en la azotea de unos de los hoteles que dan a la primera línea de playa. Este récord se vio superado fácilmente al poco tiempo por otra que degusté en una terraza de la Plaza de la Bastilla, en París. Si el primer sitio tenía el encanto de poder saborear la bebida junto a la brisa marina, contemplando la dulce quietud del Mediterráneo, al comienzo del verano, el segundo lugar supuso otro deleite: el disfrutar del recién inaugurado otoño parisino. En cualquier caso, y a mi entender, el precio de ambas consumiciones fue excesivo.

Al precio, como digo, a veces exagerado pero asumible, toda vez que uno es consciente de la carestía de la vida del país al que viaja, se añade la calidad de los servicios, los cuales en ocasiones dejan mucho que desear. ¿Dónde está la perfección de nuestros vecinos?, ¿dónde esa exquisitez en sus formas?, ¿dónde su estilo y su saber estar? Ah, de la vida, nadie me responde, como decía nuestro irónico Quevedo en uno de sus sonetos. Y yo tampoco podría dar respuesta a esas preguntas en los momentos en que me he topado con unos ascensores minúsculos, cuando no estropeados, en hoteles deprimentes, lo que me ha obligado a subir el equipaje a pulso a lo largo de tres pisos y sin que el recepcionista haya expresado disculpa alguna por tal contrariedad –al menos un désolé o un dulce y obligado excuse moi, a los que tan acostumbrados están allí y que profieren a cada instante como forma mecánica de pesar, aunque sea poco sincera–.Tampoco he encontrado contestación alguna a esos escasos desayunos, a veces esquilmados y no repuestos, atendidos por empleadas en bata de andar por casa. Todo lo contrario me he encontrado por tierras checas o eslovacas, como he ido contando, por poner algún ejemplo, donde los hoteles son puro lujo y distinción al lado de los franceses, y por la mitad de lo que cuesta una mísera habitación en París.

Tampoco suele darse la sorpresa, habitualmente, de abrir la puerta de la habitación del hotel que se visita y encontrarse con un salón de tipo versallesco. Antes, al contrario. El colmo de esto que digo sucedió en uno de mis primeros viajes a Niza. El avión llegó con retraso. Era más de medianoche y debía de quedar tan solo una habitación disponible a esas horas, que fue la que se me asignó a mí. Una vez dentro de ella, me dispuse a buscar el armario para colocar mis pertenecías. Pasados varios minutos de indagación, llegué a pensar dos cosas: o mi torpeza llegaba a niveles preocupantes, porque me era imposible dar con el mueble; o aquello era inaudito. Aún perplejo y con la duda en el cuerpo sobre la posibilidad de esas dos opciones –sin saber cuál era la peor de las dos– bajé a recepción y, como pude, le hice saber al recepcionista lo que ocurría. No obtuve respuesta satisfactoria alguna y subí de nuevo lanzando improperios en español que, si bien aquel empleado no entendía desde un punto meramente semántico, sí que debió comprender, teniendo en cuenta la entonación, un tanto alterada que utilicé. Creo que tales vaivenes en la curva melódica del discurrir de mis palabras hubieron de surtir efecto, pues al día siguiente, a mi vuelta por la tarde, tras la jornada de trabajo, encontré todo mi equipaje en otra habitación, y toda mi ropa perfectamente ordenada, esta vez sí, en el armario que, si bien tampoco gozaba de excesivas dimensiones, cumplía al menos la simple función de almacenamiento que yo necesitaba durante los días de mi estancia.

Para contradecir lo anterior he de decir que, en algunas ocasiones, uno tropieza con auténticos profesionales del trato humano, que regalan sonrisas y se esfuerzan por agradar el viajero, todavía despistado y cansado tras el ajetreo viajero. Esto me ha sucedido en sitios como en Marsella o Grenoble e, incluso, en el mismo París. Pero nunca me ha sucedido lo que me ocurrió en Lyon. La casualidad me hizo hospedarme en un hotel en el que las maneras de la joven recepcionista, de voz calidad y susurrante, hacían pensar en una francesita dulce y delicada, pero en cuanto nos presentamos hizo saber que también era española, en concreto de La Mancha, y más concretamente de la zona de Tomelloso, de donde renacen sus ancestros. Fue cuestión de azar también que el compañero que me acompañaba residía en dicha localidad y que en su anterior etapa de docente fue profesor por aquella comarca manchega. Tanta fortuna en el encuentro hizo posible que ambos en ese momento y durante los días que permanecimos allí, rememoraran épocas pasadas y hablaran de antiguos profesores que los dos conocían. Menos mal que con situaciones casuales como aquella se le puede perdonar todo a nuestros vecinos galos, aunque para ello tengan que servirse de personal de nuestra tierra con el que mostrar su lado más amable que, sin duda, también lo tendrán.

Tras lo dicho, resumo diciendo que cualquier tópico adolece del rigor necesario para engrandecer o menospreciar a un país o a una cultura y que la manera de romper dichos estereotipos se hace posible conociendo de primera mano aquello de lo que se opina, en muchos casos, sin tener conocimiento alguno sobre la materia de la que se habla.

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