Polonia es un país demasiado frío. No solo por su clima duro e inclemente y sus parques ya deshabitados en otoño, donde el hielo y la nieve ya anticipan la crudeza del invierno. A esa frialdad del ambiente contribuyen también sus edificios, reconstruidos, casi perfectos, como ocurre en Varsovia, muchos de ellos levantados tras la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, esa frialdad también da seguridad, una seguridad que no sé si merece la pena descubrir, pero que hace que la vida sea ordenada y que esos parques de otoño, deshabitados y oscuros, puedan ser transitados con total tranquilidad cuando la noche se echa encima; y que la gente espere pacientemente a que se ponga el semáforo en verde para cruzar la calle, aunque sea estrecha y con escasa o nula circulación, por miedo a las multas.
Palacio de la Cultura y la Ciencia
Desde la altura que permite el hotel, en pleno centro de Varsovia, se erige al otro lado de la avenida una moderna torre que cambia de color a cada instante; y se atisba también más adelante el Palacio de la Cultura y la Ciencia, faraónico edificio que, en su día regaló Stalin a los polacos como muestra de amistad. Dicen que cuenta con unas dos mil habitaciones y lo que antes era un símbolo del mundo comunista, sirve hoy para albergar comercios de lujo y firmas de postín. Para que luego se diga que la vida no evoluciona.
También por la zona abundan los centros comerciales, en los que uno puede sentirse como en casa, conviviendo con las tiendas que existen ya en todas las ciudades europeas y en las que, a veces, puede uno oír español entre los compradores que se cruzan por el camino. De hecho, hoy día los viajes nada tienen de sorpresivos y aventureros, gracias a una globalización que nos permite comparar precios y adquirir el mismo producto en las distintas sucursales de un mismo establecimiento, situadas en cada uno de los países que se visitan. Al hilo de esta reflexión y para colmo de tan desalentadora y poco excitante experiencia me viene ahora a la mente una anécdota sobre este asunto, que me sucedió en la querida Bratislava, a la que ya hemos dedicado la entrega anterior. Entré, por hacer tiempo rato en tanto esperaba a alguien, en una de esas tiendas de regalos y recuerdos que existen exactamente igual en todas las zonas turísticas. En un expositor se exhibían unas piezas imantadas con imágenes de la ciudad. Cogí una por curiosidad y cuál no fue mi sorpresa cuando, al darle la vuelta vi que figuraba un letrero en la etiqueta que decía: “made in Spain”. Ahí se me acabaron definitivamente todas mis curiosidades por los objetos típicos de un lugar.
Polonia cuenta ahora, también, con gobernantes que desprecian o, al menos ignoran su relación con el exterior y olvidan acuerdos que tienen firmados con otros países, como es el caso de los convenios sobre educación con el nuestro. De manera más o menos directa, esta realidad la comprobé yo mismo en algunos de los centros educativos visitados, en los que nuestra presencia tan solo se reduce a un papel puramente testimonial. Esto pude experimentarlo, como digo, en una de las sesiones de Matura, es decir, los exámenes de graduación de los alumnos de secundaria, en la que los alumnos, como siempre en estos casos, han de demostrar sus conocimientos sobre nuestra lengua y cultura para obtener el título de bachiller español.
Aquella mañana, ya de mayo, se presentó cálida y agradable. Se formó el tribunal, como es preceptivo, y actuó el primer aspirante. A mí, relegado a la simple figura de observador, se me coloca en un lateral del aula, alejado de los dos profesores polacos que llevarán a cabo la evaluación de la prueba. El alumno elige al azar el ejercicio que va a realizar y lo desarrolló en el tiempo previsto, sin que yo pueda participar en el proceso. Terminada la prueba, dichos docentes se me dirigen, en un perfecto español, pues forman parte de nuestra sección, y me preguntan qué me ha parecido el ejercicio, del cual no se me ha facilitado copia alguna.
–¿Que qué me ha parecido? –pregunté con evidentes y conscientes muestras de enfado contenido–. ¿Cómo me va a ser posible decirles lo que me ha parecido, si no he podido ver el examen? –Dicha contención fue desapareciendo, al tiempo que iba mostrando mi malestar de forma más clara–. Quiero ver ahora mismo al director del Gymnázium, antes de seguir con el próximo alumno –dije a modo de conclusión y en tono imperativo.
A pesar de la incómoda situación que estaba produciendo, ninguno de los allí presentes mostro alteración alguna. Atendiendo mi petición, fueron en busca del máximo responsable del centro –cuya actitud poco positiva hacia la sección española ya conocía de una anterior visita–, quien se presentó en la sala para oír la arenga que a continuación le lancé.
–En primer lugar –comencé mi discurso–, díganle a este señor –pues era necesaria la traducción– que exijo situarme junto a los otros dos miembros del tribunal y no en un lateral del aula. En segundo lugar, díganle también que quiero una copia de cada una de las pruebas que realicen los alumnos. Y, en tercer lugar, háganle saber también que si la calificación que yo considero justa no se consensua entre todos y se diferencia notablemente de la emitida por los demás miembros del tribunal, no firmaré la propuesta de expedición del título correspondiente.
Todo se hizo como pedí sin mayor obstáculo por la parte contraria, pues contrincantes parecían en lugar de amigos, a pesar del tono correcto, aunque frío, siempre distante, que se me dispensó a lo largo del tiempo que duró la sesión.
Es evidente que la diplomacia y las buenas maneras no sirven entre quienes se sitúan en la cerrazón y no atienden a razones y a criterios distintos de los suyos.
Pero aparte de la capital polaca, conocí otras tres ciudades, que me dieron otra imagen y otra medida del país, diferente de la descrita: Wroclaw, Bialystok y Gdansk. Las dos primeras, en el interior, cada una en un extremo del sureste y oeste, respectivamente, y la tercera, en el norte, a orillas del mar Báltico.
Wroclaw. Plaza del Mercado
En Wroclaw, llamada Breslavia en español y con un millón de habitantes, tuve una acogida más cariñosa que en tierras varsovianas. Llegué muy de mañana, acompañado de un asesor docente, en uno de los viajes de avión con lo que las compañías lowcost permiten viajes rápidos y baratos como aquel. A pesar de las pocas horas que pasé en el lugar pude disfrutar de un paseo por su famoso y enorme Plaza del Mercado, del siglo XIII, de la que salen once calles de entre sus casas de colores, típicas de estas tierras, de hermosas balconadas y tejados en pendiente. En el breve recorrido que nos permitieron nuestras obligaciones laborales no pude evitar toparme con alguno de los cuatrocientos gnomos desperdigados por la ciudad. Son diminutas estatuillas que se escabullen por los rincones y que incitan a su caza y captura: el gnomo viajero, con sus maletas; el gnomo italiano, montado en su vespa; el gnomo carnicero, que conduce al viejo mercado de la carne… En definitiva, una ciudad viva, llena de universitarios y de una gran vida cultural. Fue una pena, no obstante, la de aprovechar tan poco aquella excursión, que terminó con el trayecto de vuelta, de nuevo en otro avión de precio barato esa misma tarde, al que llegamos por los pelos y en donde, curiosamente, nos atendió un auxiliar de vuelo andaluz, que nos hizo más agradable el recorrido. Cosas, otra vez, de la globalización.
El viaje a Bialystock fue igual de corto que el anterior, en otra de mis visitas a tierras polacas, pero el trayecto en tren hizo más provechoso el traslado. Sus casi trescientos mil habitantes convierte al lugar en un sitio apacible y tranquilo. Aquí, su plaza, en la que tomé un tentempié, acompañado del profesor español una vez terminado el trabajo que me llevó hasta allí y antes de hacer el camino de vuelta, es una plaza pequeña, casi de pueblo, donde los restaurantes y cafeterías sacan sus mesas en épocas primaverales para disfrutar del poco sol que por la zona debe existir. La lejanía siempre hace sorpresivo, cuando esto ocurre, encontrar a alguien que conoce nuestro lugar de procedencia, como me ocurrió a mí aquel día, en que una de las docentes polacas me habló con todo detalle de mi barrio de infancia y juventud. Estaba de vuelta, me dijo, después de haber vivido varios años en nuestro país, y de haber transitado por las calles del barrio madrileño de Vallecas, que yo tan bien conozco. Son ocasiones estas para situarnos y comparar, para disfrutar de un entorno y una arquitectura tan distinta a la nuestra, y a la vez de unas gentes tan cercanas a veces, a la par que rememoramos nuestro lugar de origen y nuestro tiempo pasado.
Calle peatonal del centro, antes llamada Langemarkt. Ahora lleva el nombre de Dlugitarg
Pero será Gdansk la ciudad que más me gustó en mi corto periplo por tierras polacas, tierra del gran Günter Grass, escritor alemán porque la ciudad fue germana hasta que pasó a manos polacas, tras la Segunda Guerra Mundial, una vez que los soviéticos se dedicaran a destrozarla, a repoblarla con población polaca de las regiones que se habían anexionado y a cambiar los nombres alemanes de calles, edificios y distritos por nombres polacos. Por eso, la calle peatonal del centro, que antes se llamaba Langemarkt, lleva ahora el nombre de Dlugitarg. De esta ciudad del Báltico proceden también otros insignes personajes: el físico Daniel Gabriel Fahrenheit, que con su apellido dio nombre a una de las formas de medir el calor y el frío; el filósofo Schopenhauer, cuyo pensamiento influyó tanto en nuestro querido Antonio Machado; o el mismísimo Lech Walesa, líder del sindicato Solidaridad, que tanta importancia tuvo en los años ochenta del siglo pasado dirigiendo huelgas en los astilleros de Gdansk, para terminar siendo presidente de Polonia en los años noventa.
Aunque mi llegada estaba prevista para no más tarde del anochecer, no recalé en el aeropuerto de Gdansk hasta bien entrada la noche. Los azares que siempre se producen en los viajes me premiaron con saborear la experiencia del overbooking –o “sobreventa de billetes”, término español este último con el que se debería nombrar esta práctica abusiva por las compañías aéreas y olvidarnos de los extranjerismos–, y cuyo malévolo significado todos conocemos, a pesar del anglicismo. Una simpática señorita me explicó, en el mostrador de facturación, mi desgracia y me anunció la posibilidad de perder mi vuelo y la necesidad, por tanto, de esperar al próximo, no sin consolarme antes con la golosina de un par de cientos de euros de indemnización por las molestias. No obstante, tras la amenaza de la azafata, y después de soportar el retraso añadido de la salida del avión, tuve la suerte de conseguir asiento en el último instante. Lo cierto es que nunca perdí la esperanza y menos aun cuando, desde la cristalera de la terminal, oteaba, junto al avión, mi maleta, sola y desangelada en la soledad de la pista.
En efecto, se produjo el milagro. Entré el último en la aeronave y salí el primero, lo cual siempre es una ventaja; pero a pesar de tal privilegio, no dejaba de lamentarme por la espera a la que estaba obligando al profesor español que, en este caso, me iba a recoger en Gdansk, y quien, con la amabilidad, generosidad, y en este caso concreto la paciencia que siempre caracteriza a nuestros docentes, soportó estoicamente el retraso. Llegamos al hotel, cenamos algo y nos despedimos hasta la tarde siguiente en la que, tras nuestras respectivas labores, nos veríamos para que yo conociera algo la ciudad.
Gran Armería
Me gustó, como siempre, recorrer los monumentos y edificios más importantes y emblemáticos del lugar: la figura del rey Jan Sobieski III, montado en su caballo; el Ratusz Gdanski, el ayuntamiento y donde empieza la calle Dluga; la Fontanna Neptuna, dedicada al dios de los mares; la Gran Armería, ejemplo de arquitectura manierista; o el Zuraw Gdanski, una grúa de madera, situada a orillas del río.
Por la noche, de vuelta al hotel, atravesamos la calle de Santa María –o calle Mariacka–, inspiración de pintores y escenario de películas. El sitio recuerda el mundo de los cuentos de hadas y de las historias de misterio ambientadas en tierras que solo existen en la imaginación y en donde parecen esconderse hasta el amanecer los seres más extraños en los sótanos de sus casas, diferentes a las que habitualmente conocemos.
Allí, durante el día, sus aceras se convierten en un mercado de pintura y las tiendas de ámbar, piedra preciosa favorita de los romanos, ocupan los bajos de los edificios, cuyas entradas son estrechas y escalonadas y sus fachadas ricamente decoradas, lo que da cuenta de la riqueza de sus antiguos dueños. Para completar este escenario, al final de la calle se erige la iglesia de Santa María, la iglesia de ladrillos más grande, en obras durante mi visita, lo que no impedía admirar desde el exterior su torre principal, con casi ochenta metros de altura, y cuyo interior visitaré sin duda en mi próxima estancia en la ciudad.
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