Mi segundo viaje a Eslovaquia me llevó por otras tres ciudades situadas más al este del país: Žilina, Trstená y Košice. Y siempre pasando, al principio y al final de periplo, por la apacible Bratislava.
Bratislava
El viaje comenzó un domingo y tras llegar, como siempre, a Viena, el taxi me llevó hasta la estación de la capital del país eslovaco rumbo a Žilina, lugar en que el trasiego de viajeros con sus bicicletas da cuenta de la afición por la naturaleza y el senderismo que por allí existe. Según me dijeron en algún momento, esa afición por el campo proviene de la época comunista en la que, dada la imposibilidad de viajar fuera de las fronteras del país, se potenció la creación de rutas rurales, por parte de las autoridades, para que los habitantes pudieran disfrutar de los fines de semana al aire libre.
La ruta, como las otras que realicé durante esos días, transcurrió con la exactitud que me predijo Mària, la eficiente funcionaria eslovaca con que nuestra embajada cuenta en Bratislava para los temas educativos. Nunca había visto tanta precisión al comprobar, según iba transcurriendo el viaje, cómo el tren hacía su entrada y su salida en cada una de las estaciones a la hora que figuraba en la información que se me había proporcionado previamente. Así, en algo menos de tres horas, recorrí los doscientos kilómetros de distancia, pasando por los lugares que marcaba el papel: Trnava – Leopoldov – Piešťany – Nove Mesto nad Váhon – Trenčín – Trenčianska Teplá – Puchov – Považská Bystrica.
Al llegar, me estaba esperando en el andén uno de los profesores, que me acompañó hasta el hotel, de construcción moderna, ubicado en el centro de la ciudad, en donde me encontré con el consejero de educación español de la zona, quien me habría de acompañar durante los primeros días del viaje. Fueron días oscuros y lluviosos en plena primavera, pero, como siempre, muy gratificantes y enriquecedores.
Žilina, quinta ciudad más grande de Eslovaquia, con apenas ochenta y cinco mil habitantes, se encuentra rodeada de ríos y montañas, y la nieve se adueña de sus calles durante más de dos meses al año. Su plaza, llena de soportales, alberga restaurantes y tabernas que nos servían de refugio en las tardes que terminábamos nuestro trabajo y compartíamos una cerveza con nuestros profesores.
Allí, la directora del centro escolar que visité me hizo adquirir una visión de la enseñanza diferente a la nuestra y una responsabilidad de la que carecemos, a veces, los docentes españoles, cuando al final de mi estancia y en mi despedida se disculpó por los dos alumnos que no habían superado los exámenes de Maturita para la obtención de nuestro título de bachiller. Me prometió que el curso siguiente aquello no volvería a suceder. En estos lugares el suspenso no es un motivo de prestigio para el centro. Antes, al contrario, los profesores alcanzan su éxito con el triunfo de sus alumnos.
Acabada nuestra tarea en esta ciudad, mediada la semana, tomamos rumbo a Trstená, localidad mucho más pequeña que la que acabábamos de abandonar.Por el camino, después de dejar a nuestra izquierda una fortaleza que recordaba las historias de vampiros y al famoso conde Drácula, de Stoker, una patrulla de policía nos dio el alto. Ante mi asombro, el consejero me tranquilizó diciendo: “No hay problema. Ya verás como un pasaporte diplomático lo soluciona todo”.
Entretanto aquellos agentes del orden hacían sus averiguaciones en un momento en el que la luz de la tarde empezaba a escasear, me vino a la memoria el ambiente tenebroso y terrorífico con el que se encontró el protagonista de aquella novela en el tramo final de su viaje hacia el castillo del conde, con que comienza la historia. Los agentes se retiraron hacia su vehículo y, al momento, volvieron con la documentación, dejándonos vía libre para proseguir nuestro viaje.
Situado en el mismo distrito de la región de Žilina, y casi en la frontera con Polonia, el río Orava convierte el paisaje en una explosión de verdor, un color que adquiere el tono oscuro que le proporciona el agua que cae a raudales por todas partes y durante días, sin parar. La gente de allí convive de manera cotidiana con ese río, dando paseos al lado de su orilla, mientras los niños corretean, y aparcando sus coches en un límite en que el agua parece que va a desbordarse, como la sopa en el plato que amenaza con dejar caer el líquido caliente antes de meter la cuchara.
Cementerio en Trstená
Trstená es una pequeña localidad, con poco más de siete mil habitantes, con un solo hotel en la plaza, muy cercana del Gymnáziun donde ahora nos tocaba examinar y de la estación. Esta vez, el último día de estancia allí, después de que la noche anterior, el director del centro, metido también en la política local, nos invitara a cenar y nos hiciera beber tragos de alcohol al modo de su patria –esto es, dando un pequeño golpecito con el vaso sobre la mesa y tomar de un trago el contenido del licor–, el consejero hubo de partir hacia otras obligaciones. Tras su partida, los profesores me invitaron a recorrer algunos hermosos parajes de los alrededores, donde esa vegetación de la que hablábamos se adueña de todo: del pequeño cementerio, integrado en el camino que sale del pueblo, sin verjas y balaustradas; de la carretera, donde la hierba invade el arcén; y de las márgenes del río, desdibujadas por los árboles y las ramas que se adentran en sus aguas.
Mi permanencia en el lugar terminó la mañana del sábado, en que debía emprender viaje a mi último destino: Košice. El trayecto se me haría más largo y tortuoso que ningún otro, puesto que debería tomar dos trenes, haciendo trasbordo en Kraľovany, lugar importante de cruce de trenes.
Estación de tren
El primer recorrido, de cincuenta y seis kilómetros, lo realicé en una hora y cuarenta y ocho minutos, montado en uno de los dos únicos vagones con que contaba el convoy. Esta marca temporal superaba, sin duda, cualquiera de las alcanzadas en los viajes de la infancia, en aquellos expresos nocturno que traspasaban La Mancha, camino de Andalucía. Al subir, un revisor, todavía adolescente, tocado con la típica gorra de los ferroviarios y con la típica carterita a la cintura, picó mi billete. Después tomé asiento para divisar el cauce casi rebosante del río, a través de unos cristales por donde corrían las gotas de lluvia que proporcionaba el día gris, casi negro, mientras recorría las dieciocho estaciones que salpicaban el trayecto. Muchas de ellas no eran más que un pequeño apeadero, un chamizo o cobertizo donde los viajeros se resguardaban esperando la llegada del trenecito.
Tras ese camino de hierro, casi engullido por la vegetación, la estación de Kraľovany se abría en una planicie de raíles desiertos que se entrelazaban por todas partes en la soledad del fin de semana. Allí nadie habla inglés, allí nadie saluda a nadie y cualquier pregunta hecha en idioma distinto al suyo se responde con un encogimiento de hombros. Ante tal panorama y superado el primer momento de angustia, decidí encomendar mi destino al azar y tomar el primer tren que llegara, dada la inexactitud, esta vez, de los horarios y el silencio de los allí presentes, ajenos a cualquier solicitud de ayuda que uno demandara.
Viaje en tren
La providencia, no obstante, no me abandonó y tuve suerte con la elección. En mitad de aquel campo de raíles, con esfuerzo, y sin un arcén que ayudara, subí a un vagón por el que hube de escalar con la maleta a cuestas y busqué mi asiento en el compartimento correspondiente que compartí con otra media docena de viajeros para recordar, de nuevo, mis viajes de la infancia. Esta vez el trayecto se hizo más corto: doscientos tres kilómetros en dos horas y treinta y cinco minutos, como señalaba el billete. Y con la misma precisión de los anteriores viajes entre parada y parada.
Košice, la segunda ciudad de Eslovaquia con casi doscientos cincuenta mil habitantes y lindando con Ucrania, me hacía regresar, otra vez, al mundo opuesto que horas antes había abandonado. De nuevo, edificios históricos en el lugar de la naturaleza desbordante; de nuevo, la historia del imperio de los Habsburgo en lugar de las gentes sencillas del campo.
Allí me esperaban todos los profesores españoles, jóvenes y entusiastas, con los que compartí unos días inolvidables, animado por el gracejo de todos ellos, que disfrutaban de cada minuto en un lugar tan lejano, gracias al buen ánimo que proporciona la edad. Entre todos habían comprado un Ford Mondeo medio destartalado que le permitía moverse por los alrededores y acompañar a uno de los compañeros, cada sábado, a verle jugar en uno de los equipos de fútbol de una localidad cercana, donde se había convertido en el héroe de toda la afición.
Café Maximilian
Como he dicho en la anterior entrega en que describo mi viaje por Eslovaquia, siempre que he visitado el país, y siempre que lo vuelva a visitar me pasaré, por Bratislava, ciudad que parece encarnar un escenario perpetuo de obra de arte, con calles peatonales del centro de la ciudad, la plaza de la Ópera, cercana al río; las casas de patios y vidas interiores, que albergan todo un mundo aislado tras sus portalones; el hotel donde siempre me alojo disfrutando en sus buhardillas del recogimiento que me aportan sus maderas, cercano a la puerta de San Miguel; y, sobre todo, la Hlavné námestie, plaza rodeada de fachadas de colores, de embajadas, de escaparates, de terrazas para los turistas y del café Maximilian, en uno de sus laterales, lleno de reminiscencias pasadas, donde el mostrador que expone los chocolates da paso al local en el que los veladores se reparten y dejan que se divise toda la explanada y la fuente a través de los cristales.
Un viernes por la tarde, en que había acabado mis obligaciones laborales, en la antesala ya del fin de semana y a la espera de la llegada del sábado para tomar el vuelo de regreso a Madrid, entré allí a tomar un café y disfrutar de la tranquilidad que se respiraba entre los pocos tertulianos que ocupaban las meses. En una de ellas, un chico y una chica adornaban perfectamente aquella estampa, cogidos de la mano mientras se miraban con embeleso. Al rato, con la misma elegancia que era necesario mantener en aquel lugar, para no romper la atmósfera, propia de los escenarios románticos y decadentes, entró un vendedor de rosas. Esa simple y tantas veces conocida actividad se convirtió en ese instante en el adorno necesario para completar el cuadro. El chico regaló una flor a la chica. Era la primera vez que veía que alguien hacía algo así, pero la ocasión lo merecía, pues el acto no respondía a un flirteo hueco y vacío, sino que era auténtico y necesario en ese momento, no solo para la pareja, sino para mí también.
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