Paisajes más allá de la frontera: Eslovaquia, un país de cuento (1)

Bratislava es una ciudad que me cautiva por su perfecta armonía y pequeñas dimensiones que la convierten en un lugar ideal para vivir
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De Eslovaquia recuerdo dos amplios periplos realizados por varias ciudades del país que me hicieron apreciar el carácter sobrio y austero que sus tierras desprenden. Y siempre pasando por Bratislava, ciudad que me cautiva por su perfecta armonía y pequeñas dimensiones que la convierten en un lugar ideal para vivir.

Bratislava

Bratislava

Mi primer viaje por esas tierras tuvo por objeto visitar varios centros educativos en los que existe presencia española. Llegué primero a Bratislava desde Viena, cuyo aeropuerto se encuentra a poco más de media hora en coche de la capital eslovaca. Sus calles de postal, adornadas con tachuelas doradas van marcando, como en los cuentos de hadas, el camino hacia un castillo que domina desde lo alto de las orillas del Danubio. Al entrar en sus céntricas calles, uno se imagina que por cualquiera de las esquinas va a aparecer la carroza de un príncipe azul en busca de su princesa, mientras sus súbditos aclaman la proeza. Pero dejemos para más adelante la atención que se merece esta ciudad y sigamos nuestro camino.

Tras ese breve trasbordo en Bratislava, un taxi me llevó a Nové Mesto nad Váhom, ciudad de unos veinte mil habitantes, enclavada en la región de Trenčín, al este del país y a poco más de cien kilómetros de la capital. Poco se puede decir de una localidad como esta, perdida en el interior de una nación que no conoce el mar. Tras algo más de una hora de trayecto, me vi con la maleta en la acera en que tenía la entrada el hotel Diana, uno de los escasos establecimientos para albergar al viajero de la localidad, esperando a quien me haría de guía durante mi breve estancia allí. Mis ojos se iban hacia cualquier transeúnte que pasaba, con la avidez, el desasosiego y la esperanza de que fuera la persona que esperaba.

Por fin llegó el mesías, que bien podía calificársele así por la imagen que desprendía, bonachona, y por el cabello largo y la barba. Subimos a la primera planta del edificio, donde se ubicaba el hotel, adornado en sus paredes con osamentas de animales cazados por la zona y repleto durante esos días de un grupo numeroso de turistas asiáticos que parecían disfrutan mucho con los pasatiempos que ofrecía el lugar y sus alrededores.

Mi cicerone se desenvolvía en eslovaco como pez en el agua, a pesar de proceder de otras profundidades geográficas, en este caso de Castilla León. La tarde la disfrutamos paseando por las calles de una ciudad tranquila, donde los niños jugaban sin hacer apenas ruido en alguna plaza, vigilados por sus madres, silenciosas también. Entretanto, mi acompañante me iba desgranando algunos detalles de su vida allí, donde se había instalado y casi olvidado de su Palencia natal a la que ya apenas acudía.

Al caer la noche, que por aquellas latitudes llega pronto, y mientras esperábamos a otros profesores que nos acompañarían durante la cena, nos adentramos en una pequeña iglesia barroca, en las que unas pocas mujeres, unas viejecitas ya y otras en edad madura, oían misa. Aquellas lugareñas escuchaban con recogimiento los susurros y letanías del sacerdote y la estampa que allí se veía recordaba historias de siglos pasados, donde la oscuridad y la luz de las velas parecían dan cobijo a las almas perdidas.

Una vez todos juntos, acudimos al restaurante, donde el aislamiento y el sosiego era similar al lugar que acabábamos de abandonar y cuyas normas de atención al público también me hicieron reconocer que las costumbres y el trato al cliente pueden variar de un sitio a otro, sobre todo cuando llegó la hora de los postres. En ese momento y dispuestos todos a finiquitar el banquete con algún dulce, fruta o golosina, el camarero, con gesto serio, nos hizo saber que tal disfrute no iba a ser posible, puesto que era ya la hora de cerrar. Nadie de los allí presentes se sorprendió más de lo debido, dada la poca alegría que rezumaba el lugar, pero aquella negativa fue motivo de chanza y comentario para el resto de la noche.Menos mal que no nos ha sucedido esto al acabar el primer plato –dije yo a modo de consuelo.

A la mañana siguiente nos esperaba el trabajo, consistente en ese momento en empezar a conocer el funcionamiento del programa educativo que me había llevado hasta allí y en un país como aquel. Al igual que en la República Checa, las Secciones Bilingües de Eslovaquia forman parte de un programa de cooperación cultural y educativa surgido a raíz del interés en aquellas tierras por el aprendizaje del español y por el estudio de la cultura española.

Visitamos distintas aulas, vimos a diferentes alumnos y pude ser testigo de la excelente labor de nuestro profesorado, el cual utiliza las más diversas y originales estrategias para difundir el español por tierras lejanas. En estas ocasiones, en las que los alumnos aprenden nuestro idioma con canciones en nuestra lengua de cantantes famosas o con fragmentos de obras de nuestros autores consagrados, si se les pregunta el motivo por el que han elegido estudiar español, las respuestas son variadas, pero siempre gratificantes. Unos te dicen que lo estudian gracias a Rafa Nadal, al que admiran; y otros, como me ocurrió en Varsovia, tiempo después en una de mis más recientes visitas, para poder leer a Carlos Ruiz Zafón, autor cuyas obras se pueden encontrar con facilidad, traducidas al polaco, en cualquier librería del aeropuerto.

Al final de la jornada escolar también nos esperaba la directora del Gymnázium, señora ruda y de corte soviético donde las haya. Me decían que hacía llorar a los profesores en las reuniones de equipos docentes y hacía callar a sus subordinados cuando lo tenía a bien. Ese día, como al parecer tiene por costumbre con los huéspedes de cierta categoría, fui invitado, junto con nuestros docentes, a comer en su casa, situada en dependencias aledañas a las aulas y a degustar, después de los platos, unas copas de licor provisto de considerable nivel etílico en sus grados de alcohol, propio de estas tierras, con lo cual se entraba en calor al instante. Agradecido por tanta hospitalidad, me desprendí en cuanto pude de tanto agasajo y puse rumbo al próximo destino.

Nitra

Nitra

Siguiendo mi periplo eslovaco, llegué a Nitra, ciudad de casi noventa mil habitantes y a unos cien kilómetros de distancia de Nové Mesto nad Váhom, En este otro hotel, el Hotel Capital, en pleno centro de la ciudad, me esperaban los docentes que tomarían el relevo para acompañarme en mi estancia allí.

Esa misma tarde, visité la pequeña sinagoga de la ciudad, reconstruida entre 1908 y 1911 para la comunidad judía y situada en la misma calle, a escasos doscientos metros de donde me alojaba, que conserva entre sus paredes fragmentos de vidas judías truncadas, varios decenios antes, por la barbarie nazi. Pequeños recuerdos de la vida diaria se custodian allí y hacen al visitante estremecerse ante la cercanía de lo que se expone. Hoy sirve también como espacio de exposición permanente de las obras de ShragaWeii, judío israelí nacido en Nitra, y para conciertos. En su exterior, una combinación de elementos moriscos, bizantinos y art nouveau dan cuenta de la mezcla cultural que representa el templo.

De allí nos trasladamos, dando un paseo, a la Ciudad Alta, declarada reserva monumental urbana en 1981, zona en que se encuentran el Castillo, la Catedral y el Palacio Episcopal y todas las construcciones que le rodean, dando al entorno un aspecto especial. No en vano, la primera iglesia cristiana en Europa Central fue construida en Nitra en 828, y desde 1111 la ciudad ha sido siempre la sede del Obispo.

Nitra 2

Nitra

Accedimos a todos estos edificios bajo la calma de una tarde silenciosa y solitaria, serpenteando por los callejones. En lo alto de la colina, era tiempo y momento de recuperar el aliento y disfrutar de las maravillosas vistas que regala la altura, pudiendo ver desde allí los verdes valles de la ciudad, su río y los tejados rojizos de los edificios históricos.

Llegó el día siguiente y, de nuevo, la obligación del trabajo y el mismo plan que llevé a cabo en el anterior destino. Esta vez, el recibimiento fue diferente y, lo que más hay que resaltar, totalmente inesperado y algo embarazoso. Al entrar en el recibidor del Gymnázium me di de bruces con un comité de bienvenida muy particular. Estaba encabezado por el director del centro, un hombre ya al borde de la jubilación, flanqueado, de forma ceremoniosa, por dos alumnas, a cada uno de sus lados, ambas vestidas con trajes típicos de la región. Una de ellas portaba en sus manos una pieza de pan especialmente salado, de la que se me ofreció una pequeña porción, como símbolo de agasajo y hospitalidad, según me explicaron los profesores españoles.

Tal recibimiento superó cualquier expectativa, de la cual, por otra parte, estaba totalmente ajeno. A esta circunstancia se unió una situación más desconcertante si cabe, y es que tan inesperada fue la acogida y el obsequio que no me dio tiempo a deshacerme del chicle que mascaba en la boca y que hube de masticar junto con el pedazo de pan que me vi obligado a degustar con fingido agrado, debido al extraño sabor de aquella variante comestible para alguien desacostumbrado a aquel supuesto manjar. Todo se complicó porque, al mezclar la golosina con el pan, todo junto se convirtió en una pasta blandengue que se me iba deshaciendo entre mis dientes, mientras yo procuraba disimular tan desagradable sensación, al tiempo que realizaba los saludos de rigor como buenamente podía intentando que no se me notara el sofoco por tan incómoda situación. Por fin pude superar el trance y enseguida comenzaron las reuniones y visitas programadas.

Mi estancia se cerró al día siguiente y se finalizó compartiendo la hora del almuerzo con el alumnado que disfrutaba ese día de un plato, al parecer, típico de la zona y muy festejado por los escolares el día de la semana que tocaba dispensarlo: una especie de bizcocho o masa de harina embadurnado en algo parecido a polvo de chocolate o cacao, que los muchachos engullían con avidez y deleite, pero al que yo, sin embargo, apenas puede dar un bocado.

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