Puente de Carlos
Praga siempre nos lleva a recorrer los lugares emblemáticos que todos conocemos: la plaza de la Ciudad Vieja, con su reloj astronómico, objeto de las miradas de los turistas y de la oportunidad de trabajo para los carteristas; la Torre de la Pólvora, gótica y ennegrecida por los que años, que nos permite entrar en la Ciudad Vieja a través de la calle Celetná; el puente de Carlos, en otro tiempo paso de carruajes y desde siempre acompañado por treinta estatuas, una de las cuales está dedicada a San Juan Nepomuceno, y situada en el lugar en que fue arrojado por orden de Wenceslao IV; o la calle Pařížská, vía de entrada hacia el barrio judío y hoy una calle de tiendas de lujo y postín.
Pero al visitar Praga es inevitable pensar en Kafka, en las casas donde vivió, en los lugares por donde paseaba. La ciudad salió de su letargo en tiempos del escritor, época en que creció el número de habitantes y tanto los barrios más antiguos y vetustos como los nuevos suburbios eran un hervidero de actividad. La población de origen checo iba creciendo en detrimento de la población alemana, pero esta seguía siendo una clase social alta y orgullosa, propietaria de grandes propiedades, de teatros y universidades. En ese entorno cultural vivió nuestro autor.
Y en este paisaje urbano nos imaginamos a un Kafka paseando por el Belvedere o por los Jardines de Chotek, tal y como lo describe él mismo en sus diarios:
“Hoy, hermoso domingo en parte. En los jardines de Chotek he leído el escrito en defensa de Dostoievski. La guardia en el interior del castillo y en el cuartel general. La fuente del palacio de Thun. Muy contento conmigo durante todo el día. Y ahora, completo fracaso en el trabajo”.
Teatro Nacional de Praga
También solía acudir a representaciones de teatro y de ópera en el Nuevo Teatro Alemán y en el Teatro Nacional, frente al río, a los que asistía desde su época de estudiante. En el café Savoy, trababa amistad con actores como el polaco JizchakLöwy y en el hotel Erzherzog Stephan, situado en la plaza Wenceslao, participó en alguna velada literaria y leyó La condena, una de sus obras.
Callejón del Oro
Todo el centro de la ciudad nos recuerda a este autor, cuya presencia se aleja más allá del río Moldava, en las cercanías del castillo, en el Callejón del Oro, lugar obligado de visita, por su pintoresquismo y ambiente bohemio. Está formado por un conjunto de edificios de baja altura y de distintos colores. El lugar debe su nombre a los orfebres que se instalaron allí y allí se instaló también Kafka durante un tiempo, en la casa número 22. Era una casita que su hermana Ottla había alquilado y que ella misma había arreglado haciéndola pintar y comprando unos muebles de cañas, para que su hermano dispusiera de un retiro para escribir. Así describía el autor su vida en ella:
“Al principio tenía muchos defectos… Ahora la encuentro perfecta para mí. Por todo: por lo bonito que es el camino hasta allí, por el silencio… Me subo la cena y suelo quedarme hasta la medianoche; después vuelvo a casa, lo que tiene una ventaja: como me cuesta tanto despejarme del trabajo, luego me va bien dar un paseo para despejar la cabeza. Y mi manera de vivir allí: es algo muy especial lo de tener tu propia casa, y aislarte del mundo cerrando no la puerta de la habitación ni la del piso, sino la de la casa entera, y luego, al salir por la puerta, pasar directamente de la vivienda a la nieve del callejón silencioso”.
Es imposible imaginarse un lugar más adecuado para escribir: un cuartito de algo más de quince metros cuadrados, con una ventanita que daba al Hirschgraben (El Foso de los Ciervos) y otra hacia la calle. Entre la puerta de la casa y la puerta del cuarto, un minúsculo vestíbulo con el espacio justo para dos escaleras: una hacia el altillo y otra de piedra hacia la bodega.
Reloj astronómico en la plaza de la Ciudad Vieja
Otro escritor –por el contraste a lo que uno ahora conoce– que viene a la memoria al recorrer las calles ruidosas y llenas de gente de la Praga actual, es Milan Kundera y su Insoportable levedad del ser, auténtico bestseller desde su publicación a mediados de los años ochenta del siglo pasado. En ella se habla de las dudas existenciales de la vida en pareja de sus personajes. Difícil es imaginar el ambiente triste y gris de esa ciudad, adormecida por culpa de la ocupación llevada a cabo por Rusia en un mundo dominado por el comunismo, la delación y la culpa. Allí se desarrolla parte de la historia existencial y amorosa de dos de sus protagonistas, Tomás y Teresa, quienes acaban sus días en un pueblo perdido de la antigua Checoslovaquia, tras sobrellevar como pueden la insoportable levedad de sus vidas, en busca de la libertad o de un idealismo que no conduce a nada.
Vista de la ciudad desde mi hotel
Ahora, por el contrario, la bella Praga, como en la época pujante de Kafka, no es así. El bullicio de sus calles y la belleza de todo constituye esta ciudad hace difícil imaginar lo que por desgracia fue en aquellos años que se iniciaron en 1968 y lo que ahora es, el reflejo de lo que de verdad fue, la capital del reino de Bohemia y de Checoslovaquia que merece la pena visitar, y que seguirá siempre siéndolo.
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