El azul intenso contrasta con el verde vivo de la tupida alfombra que cubre las lomas, y se funde en la mente del que observa creando una unidad, sólo interrumpida por las pinceladas amarillas de las pequeñas flores o el púrpura de los matorrales.
Dicen los bretones que la suya es la región más occidental de Europa, incluso tiene un departamento al que llaman Finistère. A poco que nos dibujemos el mapa mentalmente, nos damos cuenta de que esta región es la del Cabo de Roca en Portugal. ¿Qué ha llevado a los bretones a pensar que su región es el fin de la tierra europea?
El viajero que desee despejar la incógnita, puede subirse a un tren en la Gare du Nord de París (el billete cuesta unos 50 euros) y dirigirse al noroeste de la Galia, por ejemplo a Lorient (este trayecto dura cuatro horas). Allí puede alquilar un coche y conducir hacia poniente.
Cuando llegues, pondrás tus pies en un lugar poco frecuentado por las masas de turismo estival, en el que la temperatura es muy agradable gracias a una fresca y perfumada brisa marina que sopla sin descanso. Es, la Bretaña, una esquina del mapa con mucha personalidad habitada por gentes de sangre celta.
Cap Sizun: A lo más salvaje
Hay muchos rincones que visitar en la Bretaña. ¿Por dónde empezar? Por ejemplo visitando la zona más apartada, Cap Sizun, situado en el extremo oeste que se alarga hasta la Pointe du Raz (el punto francés más cercano a Nueva York, según dicen los lugareños).
Por muy raro que suene, en esta pequeña península conviven dos países más: pays Bigouden y pays Douarnenez. El río Odet limita por el este al pays Bigouden que se extiende desde la bahía de Audierne hasta el valle de Goyen; el pays de Douarnenez continúa hasta el norte.
En el camino al noroeste se encuentra una ciudad digna de ser visitada, la capital bretona: Rennes. Un largo boulevard lleno de tiendas, una catedral hermosa y los últimos destellos de civilización tal y como la conocemos están ahí. A su alrededor los amplios y ondulados campos de trigo y maíz toman el protagonismo y la vista se pierde en ellos.
¿Qué hay después? Pronunciados acantilados con gigantescas rocas que desafían al océano Atlántico. La belleza de la costa bretona es desconocida para el turismo de masas y sus habitantes esperan que así siga siendo. Les gustan los turistas pero no demasiado. Saben que los necesitan para su economía pero nada más. A sus pobladores les gustan sus playas limpias y desiertas y su costa despejada de casas y aglomeraciones.
Goulien: Silencio, estrellas y campos
Bretaña está llena de pequeños hostales familiares, emplazados en medio de los campos y con todas las comodidades del mundo rural. Esta aldea, pequeña y acogedora, está en el centro del Cap Sizun por lo que la distancia a cualquier punto de la costa peninsular es poca. En cualquier caso, el paisaje siempre hace corto el recorrido en coche, en bicicleta o a pie.
Sin grandes montañas en el horizonte, el Cap Sizun ofrece un paisaje ondulado. La visión de los campos amarillos y verdes le envolverá en la más pura vida bucólica. Desde su habitación en su hostal al caer la noche no escuchará ningún ruido, salvo el viento en los manzanos; la mayoría de ellos están situados lejos de las carreteras y poblaciones. No apreciará ninguna luz, salvo la de la luna, porque no hay iluminación innecesaria. Es fácil sorprender a conejos y zorros en los jardines, ya que protegidos por la oscuridad, se aventuran a los campos de maíz a llenar sus barrigas.
Desde Goulien, puedes dirigirte en bicicleta hacia el norte y llegar en media hora a los acantilados, allí deberás aparcar tu bici y hacer el resto a pie. Caminando un poco más te darás cuenta de la altura, unos mil metros. Estrechos senderos te conducirán por un largo paseo al lado del mar Celta, anticipo del gran océano Atlántico. El azul intenso contrasta con el verde vivo de la tupida alfombra que cubre las lomas, y se funde en la mente del que observa creando una unidad, sólo interrumpida por las pinceladas amarillas de las pequeñas flores o el púrpura de los matorrales.
Del turquesa al azul oscuro
Es fácil dejarse envolver en las sensaciones naturales y puras que se nos brindan. El constante viento Atlántico, fresco y limpio, entrará en nuestros pulmones recordándonos cómo era el aire que respirábamos antes. Si el viento es muy fuerte, levantará grandes olas que chocarán contra los acantilados. Constante pero no repetitivo, el sonido del mar estrellándose contra las rocas nos capturará y nos obligará a pararnos para escucharlo. Si el día es soleado, lo cual es frecuente en verano, nos deleitaremos con la gama de azules del mar, desde el turquesa al oscuro, allá donde se pierde la vista.
En nuestra ruta, descubriremos con cierta envidia secretas calas a las que no se puede acceder más que con velero, pues nuestro sendero no se precipita entre las rocas. Son escondidos y hermosos rincones de arena fina y blanca, que desaparecen por completo cuando sube la marea. Mientras admiramos estas delicias naturales, veremos cómo un barco de vela lucha contra el viento para alcanzar su puerto.
En la segunda parte de este reportaje, relataremos la ruta Pointe du Tèron – Pointe du Van y la belleza de Pointe du Raz, el último rincón de Bretaña.
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Lydia González Zapata es directora de www.periodistafreelance.net
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