Djanet, la puerta del desierto

Esta población argelina se encuentra al pie de la meseta de Tassilli Najjer, a 2.300 kilómetros de Argel, la capital del país
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El aeropuerto de Djanet ocupa el aparente vacío a 30 kilómetros de esta población acurrucada al pie de la meseta de Tassilli Najjer, a algo más de mil metros sobre el nivel del mar. Argel queda a 2.300 kilómetros. Estamos cerca, aunque sea un concepto relativo, de la frontera con Libia y Níger en el sudeste del país. Es la capital de la provincia del mismo nombre.

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Al aterrizar, después de tres horas de vuelo nocturno y una escala en Tamanrasset, el cuerpo está baldado y exige dormir unas horas tumbado, aunque sea en una tienda de campaña, metido en un saco y sobre una colchoneta. La almohada se improvisa con una prenda de abrigo, una mochila o la almohadilla cervical utilizada en el vuelo. Hemos pasado ante el extenso cuartel que ocupa el terreno del antiguo aeropuerto y otras estancias que denotan un deseo de dominar la zona. Acampamos junto a las dunas y las montañas de Tin Amali.

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El aeropuerto es pequeñito, como diseñado para filmar una película de aventuras. Ninguna de las personas que caminan entre el avión y la terminal podría ser identificado con un apuesto explorador de época colonial o un aventurero en busca de joyas arqueológicas. La inmensa mayoría del pasaje está formado por gente local, o así nos parece, por sus vestimentas tradicionales que procuran dejar el menor espacio posible del cuerpo o la cara al aire. La protección integral contra el viento, el sol y la arena exige ese blindaje de telas superpuestas y de metros de cheche, que forma el turbante que se derrama por cuello y hombros. Es fascinante seguir sus evoluciones, observarlos sentados en los asientos como si fueran a quedarse allí una temporada. Las vestimentas coloridas y las escenas lentas y costumbristas harían las delicias de los pintores orientalistas europeos del siglo XIX.

Se activa la cinta, rompe el encanto de la escena y empieza a escupir equipajes con parsimonia, como si la velocidad de sus movimientos también quedara penalizada por el clima. La noche es fresca. Hay que arroparse. Nuestras bolsas y mochilas aparecen para nuestra satisfacción. Los conductores nos acompañan a los vehículos adaptados a la morfología del desierto.

Toda la carretera, de reciente construcción, está iluminada por farolas alimentadas por placas solares. Es recta, ondulada por los caprichos del terreno. Nos rebasan algunos vehículos. Nadie circula en el otro sentido.

Djanet fue fundada en la Edad Media por los tuareg y está habitada por el grupo de Kel Ajjer. En tiempos de los franceses se denominó Fort Charlet. A principios del siglo XX fue objeto de deseo por parte de diversas potencias que querían reforzar su presencia en la zona. En 1911, la ocuparon los franceses y se iniciaron las refriegas con los italianos apostados en Libia. Parece increíble que alguien discuta por un trozo del desierto al que es imposible trazarle fronteras y líneas imaginarias que sólo sirven sobre un mapa y a efectos burocráticos. El desierto es libertad y toda voluntad de dividirlo y parcelarlo es inútil. Éste es el dominio de los tuareg, los únicos que se han adaptado al medio desde hace siglos.

Lo habitual es acudir a Djanet al inicio de la aventura en el desierto para cumplimentar las formalidades de acceso al Parque Nacional Tassilli. O para terminar de aprovisionarse para esos días alejado del mundanal ruido arropados por los laberintos de piedra y arena y siguiendo los caminos trazados por el viento caprichosamente, los gassi, consolidados por las rodadas de vehículos anteriores. Nosotros acudimos al final de nuestra estancia.

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El primer signo de Djanet es un extenso palmeral propio de toda ciudad-oasis. “Las palmeras aman tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua”, escribió Alberto Vázquez-Figueroa en su novela Tuareg. Los dátiles, el agua de sus pozos, los rebaños acogidos en su seno son exponentes de un deseo de permanencia, de demostrar que la vida es posible en este entorno.

El otro es una colina con construcciones color arena que se asoman con timidez desde esa pequeña altura.Son escasas para formar una casbah o una medina. Sin embargo, dejan claro su dominio sobre todo lo que queda más abajo, junto al oued, el río seco, las casas o el mercado.

Estamos en Ramadán y las primeras horas de la tarde de duro sol y viento con arena desplazan a las gentes a sus hogares para la siesta y quizá la meditación. Con el paso de las horas las mujeres salen para hacer la compra para la cena; los hombres, a sus encargos o a ver a los amigos; los visitantes se mueven ajenos a la vida cotidiana con los ojos bien abiertos para asimilar esa tormenta de sensaciones que ameniza sus pasos.

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En varios lugares aparecen significativos carteles: douche. Después de varios días en el desierto sin poder bañarse, salvo una esporádica charca o un poco de agua mineral que se destina a una precaria higiene, darse una ducha es un placer de dioses o de héroes. En el plato de ducha quedará lo que creíamos que era bronceado del sol y que es la roña acumulada por el sudor y la arena que forman una delgada película sobre la piel. La frescura es inmediata y todo viajero marca en su diario esa experiencia como la más maravillosa de su estancia. Así de sencillo es el placer en el desierto. Goces simples que impactan en el cerebro.

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Por supuesto, la visita al mercado es absolutamente necesaria. Es casi un tributo por habernos acogido el desierto. Ofrece ropa local, tela para el famoso cheche, sandalias, zapatillas, camisetas, vestidos de señora que nadie se atrevería a regalar, ropajes de hombre del desierto, que alguno elige para momentos de carnaval, juguetes, artesanías. Compramos una caja hecha con piedra de Níger decorada finamente, alguna joya en plata con diseños tradicionales, figuras de animales, belenes (¡sí, belenes cristianos!), adornos y de todo un poco.Me dejo llevar por sus calles, me invitan a entrar en las tiendas los comerciantes. Algunos hablan alguna palabra en español.

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Nuevamente en las calles, la animación se ha disparado y las gentes parecen caminar sin rumbo, se saludan, llevan sus bolsas a casa, esperan junto a un puesto de exquisitos dátiles. La policía o el ejército patrullan sin cesar con cierta cara de aburrimiento. Conocen a todo el mundo, les respetan o simplemente les toleran.

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El cielo se cubre, se tiñe de gris y amenaza con una tormenta de arena o de agua, que también llueve en el desierto. Los animales se intranquilizan, los dromedarios saludan y las cabras se alejan en sus cercados.

La ciudad es un milagro de la vida.

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