Tan lejos y, sin embargo, tan cerca. Esta idea de proximidad geográfica y alejamiento en el espíritu rondó por mi cabeza desde la decisión de visitar Portugal. Se prolongó en el planteamiento del viaje y en la redacción de mi libro 'Amando mundos cercanos'. Había viajado varias veces al país vecino, aunque sin la suficiente profundidad, por lo que mi concepto era demasiado superficial. No podía juzgarlo de una forma objetiva. Por eso, cuando mi sobrino Jose, compañero habitual de viajes, me propuso recorrerlo juntos de norte a sur me dispuse a estudiarlo desde puntos de vista diferentes. El resultado fue tremendamente satisfactorio.
Me gusta que mis libros se vinculen con la historia, cultura, costumbres y otros aspectos comunes con España o personajes españoles. En el caso de Portugal esas relaciones son abundantes, aunque en muchos casos son divergentes y se traducen en múltiples desencuentros que aún se sienten en nuestros días, aunque bastante apaciguados.
El cruce de la frontera fue anecdótico, como muestra de ese acercamiento de los últimos años. Braganza, la primera ciudad que visitamos, podría ser una ciudad española por su aspecto. Te sentías como en casa, al igual que en Braga, la capital espiritual de Portugal, conservadora, recoleta y plagada de arte. Una ciudad para disfrutar con calma, visitar su Catedral, sus barrocas iglesias, admirar los omnipresentes azulejos, caer a su pasado romano o disfrutar de la Fuente del Ídolo. Y pasear por sus calles, algo común a toda la geografía portuguesa. A las afueras nos esperaba el santuario de BomJesús do Monte.
Guimaraes recuerda el nacimiento de Portugal y su escisión del reino de León. Las luchas entre vecinos se enquistan en la Edad Media. Portugal completa su reconquista hacia el sur a costa de los débiles reinos de taifas. Teme perder su independencia y la defiende con éxito en la batalla de Aljubarrota. En acción de gracias erigirán el monasterio de Batalha, que aconsejo visitar por sus resonancias históricas e impresionante arquitectura y decoración.
Oporto fue durante años un objetivo inalcanzable. La segunda ciudad del país me era esquiva. Quizá por ello la acogimos con pasión. Bajo la dirección de mi sobrino nos empapamos de sus cuestas, de sus iglesias, nos relajamos recorriendo el Duero o probando sus afamados vinos, cruzamos el puente de Luis I, uno de sus símbolos, y recordamos las andanzas de un periodista atribulado en busca de La cabeza cortada de Damasceno Monteiro, de la mano de Antonio Tabucci. La ciudad ofrece maravillosos miradores, rincones, calles en que volver a enamorarse.
Tengo la impresión de que quedan muchas rutas por completar y que de alguna forma cada elección es un fracaso porque deja en el tintero muchas otras más, no sé si más interesantes. Entre esas elecciones estuvo Aveiro, la ciudad de los canales, los moliceiros y las nostalgias de sus marinos.
Regresé a Coímbra tras muchos años y me conjuro para volver a la ciudad universitaria por antonomasia. El lector no debe caer en el error de este pobre mortal y debe quedarse a dormir para tomar el pulso al ambiente estudiantil (nuestro viaje fue en agosto con lo que ello implica), visitar las principales estancias de la institución educativa, sus dos catedrales, degustar fados donde nació este género y buscar el recuerdo de doña Inés de Castro, la castellana que reinó después de muerta.
Nombraba antes el monasterio de Batalha. En la misma zona, los de Tomar y Alcobaça darán cuenta de la grandiosidad del gótico y el manuelino, estilo plenamente luso.
Santa Justa
Los alrededores de Lisboa, como la propia capital, darían para una larga estancia y un libro de viajes. Nos decantamos por Sintra, con el Palacio da Pena, el Palacio da Vila y la Quinta da Regaleira. Bien podría haber sido esa extensión hacia Estoril, Cascáis o cualquier otro lugar marcado en el mapa, como el Palacio de Queluz, que si visitamos, y que es una muestra del desenfreno decorativo. Historia, arte, arquitectura, leyendas y naturaleza confluyen en las cercanías de Lisboa.
Lisboa se ha consolidado como uno de los destinos más deseados. Lo tiene todo para triunfar: el Tajo, las cuestas, los miradores, museos, el Chiado y su ambiente nocturno, el espíritu de Pessoa, que se desliza por todas partes, el recuerdo de sus desgracias, como el terremoto de 1755 que destruyó medio país, sus gentes afables, su deliciosa comida, su ritmo pausado y el deseo de vivir. No será la última vez que me sumerja en sus calles y explore sus sencillos secretos. Los libros del premio Nobel José Saramago ayudarán a comprenderlo.
Desde la Sierra da Arrabida
Al otro lado del estuario del Tajo encontramos Setúbal. Una buena alternativa para disfrutar de las playas, como las de la Sierra da Arrabida. También podemos cruzar con el ferri hasta la península de Troia. Buen lugar para degustar sus afamados pescados y mariscos, que Portugal es lugar de buena gastronomía. Su centro histórico, el estuario del Sado, los castillos de San Felipe o Palmela no dejarán indiferentes a los visitantes.
Las playas del Algarve son famosas. Aconsejo también las del Alentejo, como Vila Nova de Milfontes o Zambulleira do Mar, más tranquilas y respetuosas con la naturaleza. En el Algarve nos hospedamos en Rogil, un pequeño pueblo alejado de la masificación y cerca de las playas de Correagem y Amoreira. Esperan muchas más en aquel entorno.
Para quienes busquen alternativas al sol y playa del Algarve, les esperan la fortaleza de Sagres, asociada con Enrique el Navegante y las exploraciones atlánticas del siglo XV que conformaron el imperio portugués en África y Asia, Lagos, Faro o Tavira, con suculentos centros históricos y un ambiente que nos recordará a la cercana Andalucía.
El viajero se despedirá de Portugal con nostalgia y tan pronto abandone el país estará trazando el itinerario de su siguiente incursión para seguir disfrutando del espíritu cercano de nuestro país vecino.
-------------------
Texto elaborado por el autor del libro, Carlos Díaz Marquina.
Escribe tu comentario