Hay muchas formas y razones para recorrer Italia. Pero esta ruta no es tan conocida y está llena de sorpresas y bellezas. Además de volcanes -Vesubio, Stromboli y Etna que continúan activos, están el propio Vulcano o el archipiélago de Eolias que salpica las aguas del Tirreno-, en el camino entre ellos se recorre la Costa Amalfitana, tal vez la más bella de Europa, se puede visitar Capri y se llega hasta Sicilia. Puede hacerse de muchas formas, por tierra, mar y aire, solo hay que elegir la más adecuada. Por tierra es aconsejable hacerla en moto, alquilando una Vespa, al más puro estilo italiano, por ejemplo, en Vespa Enyoy desde Nápoles, el medio ideal para transitar por las retorcidas carreteras italianas y el caótico tráfico. Por aire contratando un paseo en globo aerostático por ejemplo en Yumping con salida desde Salerno y observando, entre otras cosas, los majestuosos templos de Paetum. También en los alrededores del Etna hay propuestas para sobrevolar el volcán en globo.
Pero sin duda la mejor opción es por mar, eligiendo un crucero que transita las tranquilas aguas del Mediterráneo, como el de la compañía CroisiEurope con barcos de apenas 140 pasajeros, pudiendo ver de cerca volcanes en islas como Strómboli, y también Lípari, Vulcano y el resto de las Islas Eolias, cruzar el estrecho de Mesina para acercarse al Etna en Sicilia, contemplar la Costa Amalfitana desde su mejor perspectiva o desintoxicarse en Capri del caos de Nápoles; y además olvidarse de hacer y deshacer maletas y con todo incluido a bordo: magnífica cocina francesa, bebidas en las comidas y en el bar a cualquier hora y excursiones en tierra cuando haga falta.
La mejor propuesta puede ser la de CroisiEurope. Se trata de un crucero con origen y final en Nápoles en el que cada escala transporta a un mundo de maravillas históricas y culturales, explorando los antiguos restos de Pompeya y Herculano, víctimas de la furia del Vesubio y paseando por las pintorescas calles del casco antiguo de Nápoles. Se disfruta de una excepcional navegación por las Islas Eolias, un archipiélago volcánico declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, donde poder admirar los impresionantes paisajes de las islas y las costas, y un volcán activo como Stromboli navegando a pocos metros y contemplando en la oscuridad su permanente resplandor y sus esporádicas erupciones. También observando de cerca las constantes fumarolas del Etna en Sicilia y, por supuesto, disfrutando del genuino encanto del pueblo calabrés de Tropea, encaramado en un acantilado sobre el mar, y el esplendor de la Costa Amalfitana con Salerno, Positano, Ravello y Amalfi como protagonistas. Y todo ello con las comodidades de un barco casi familiar, con camarote exterior, muy buen servicio, pensión completa y todas las bebidas en las comidas y en el bar gratis y una exquisita gastronomía.
A la sombra del Vesubio
El inicio de la ruta es, naturalmente, Nápoles, pero no hay que entretenerse mucho en ella. La ciudad es algo sucia y muy caótica. Hay que pasear por sus atestadas calles, atreverse a entrar en el popular Quartieri Spagnoli, que sigue con la ropa tendida entre las casas, y encontrar un hueco para descubrir sus palacios, con su aire deliciosamente decadente; los museos, repletos de tesoros; las avenidas majestuosas a pesar de la basura en sus aceras, el barroco absoluto del teatro San Carlo, la altivez de sus castillos, sobre todo el Castel dell'Ovo, el misterio de sus catacumbas y pasadizos subterráneos y el majestuoso Vesubio al fondo vigilándolo todo.
Imprescindible penetrar en la Galleria Umberto I, tan bella como la de Vittorio Emanuele II de Milán, situada justo enfrente del teatro San Carlo, el lugar de ópera continuamente activo más antiguo del mundo, inaugurado en 1737, décadas antes que La Scala de Milán y el teatro La Fenice de Venecia. Entre los museos, destacan el Museo y Palacio Real de Capodimonte creado en 1738 por Carlos de Borbón, cuando estas tierras eran españolas, que alberga una parte de la colección Farnesio heredada de su madre con obras maestras de Tiziano, Botticelli, Rafael, Brueghel el Viejo, Andrea del Sarto, Ribera, Goya, Vasari y la extraordinaria “Flagelación de Cristo” de Caravaggio. La otra parte de Farnesio, las esculturas romanas y griegas, está en el espectacular Museo Arqueológico Nacional, uno de los más importantes del mundo gracias a la calidad y cantidad de las obras expuestas. Fue también creación de los Borbones y en su interior se pueden admirar también mosaicos, frescos y estatuas de las cercanas ciudades de Herculano y Pompeya, pequeñas maravillas que sobrevivieron a la fuerza destructiva del Vesubio.
Y si se quiere convivir con los napolitanos fuera de las pequeñas trattorías y osterías (nada de restaurantes, en Italia no se llaman así) donde comer una Pizza Margherita, creada en honor de la reina de Italia, Margarita de Saboya, o unos Spaghetti alla puttanesca (que como su nombre indica se preparaban rápidamente en los burdeles, entre un cliente y otro) y se bebe, si se encuentra, el raro Laycryma Christi, que utiliza una variedad de uvas de origen volcánico que solamente se encuentra en las laderas del Vesubio, hay que acercarse a la gigantesca Plaza del Plebiscito donde se encuentra el Palacio Real y la Biblioteca Nazionale Vittorio Emanuele III, y al paseo Spaccanapoli, en el corazón del casco histórico, que divide Nápoles en dos partes y es Patrimonio de la Humanidad, gracias a algunos de los mejores monumentos e iglesias de la ciudad.
Un descanso en la voluptuosa Capri
Antes de adentrarse en las nubes sulfurosas de los volcanes y en los efectos que algunos de ellos provocaron, vale la pena olvidarse del caos napolitano y tomarse un breve relajo en la voluptuosa isla de Capri, a menos de una hora en barco desde Nápoles. Capri es perfecta para descubrirla a pie –tampoco es fácil hacerlo de otra manera–, paseando entre los restos de las villas de los emperadores romanos y antiguas residencias de todos aquellos que se enamoraron de la isla entre los siglos XIX y XX. Su accidentada geología ofrece infinitos miradores sobre el mar que allá abajo baila entre cuevas, como la increíble Grotta Azzurra, y los grandes faraglioni que emergen del agua.
Hay mucho que ver y disfrutar en Capri pero lo que pocos suelen hacer es subir a Anacapri, en la zona más elevada de la isla, y comprobar por qué este lugar cautivó a emperadores romanos, magnates y multitud de escritores y poetas. Uno de los más destacados fue el médico y escritor sueco Axel Munthe que creó la Villa San Michele (la historia de su creación es su obra literaria principal), en la que conserva estatuas y reliquias de la época romana encontradas por Munthe mientras excavaba sitios arqueológicos, no siempre de forma legal. Pero además de su fantástica colección, creó también un maravilloso jardín con muchas de las más de 850 especies botánicas que hay en la isla. Y consiguió gratis algunas de las mejores vistas de Capri.
Descubrir la historia entre ruinas
La ruta de los volcanes debe empezar, naturalmente, por el Vesubio, célebre por el destrozo que causó en el año 79 y todavía hoy considerado como uno de los más peligrosos del mundo ya que continúa activo y ha dado muestras de su ferocidad en casi cuarenta ocasiones, la última hace apenas 80 años, destruyendo buena parte de la ciudad de San Sebastiano.
Aunque hay dudas sobre la fecha exacta de la erupción (el 24 de agosto –o el 24 de octubre según creen la mayoría de expertos–) se cree que, por casualidad, fue coincidiendo con la Vulcanalia,? el festival del dios romano del fuego que debía estar cabreado porque la columna eruptiva, según los expertos, subió más de 32.000 metros de altura (los aviones vuelan a 9.000) y la nube de ceniza alcanzó una temperatura de 850 °C. Esa ceniza preservó a Pompeya durante 1.600 años cubriéndola seis metros, hasta que en unas obras al excavar un túnel subterráneo se descubrieron algunos frescos de Pompeya con alto contenido sexual, pero debido al rechazo en la época medieval a este tipo de representaciones se volvió a enterrar. Pompeya fue redescubierta en 1748 durante el reinado del rey Carlos VII de Nápoles, mucho más conocido como Carlos III de España, cuando se iniciaron las excavaciones por el ingeniero español Roque Joaquín de Alcubierre, nacido en Zaragoza.
Los restos que se han rescatado en Pompeya, y en menor medida en Herculano, que no sufrió tanto, permiten conocer como un “laboratorio de la Historia”, cómo fue la vida cotidiana de una ciudad de provincias del Imperio Romano. En otras ciudades, al ir evolucionado, se ha ido construyendo sobre ellas, pero Pompeya permanece inalterada. Así, los historiadores y los turistas (se limita la entrada a 20.000 diarios) pueden ver sus numerosos frescos, incluyendo algunos eróticos que estaban en el burdel, aunque los mejores están en el Museo Arqueológico de Nápoles, pero también conocer hasta las pintadas y los grafittis de la ciudad: carteles electorales, anuncios de contactos o quejas por un mal servicio en la posada de turno.
En Pompeya y Herculano se puede conocer mejor la vida romana de hace dos mil años que en el Foro o el Coliseo de Roma. Pompeya ha sido fuente de inspiración para numerosos escritores que, como otros ilustres viajeros, hacían el “Grand Tour” en el siglo XIX y mostraban su fascinación en las obras de Goethe, Dickens, Stendhal, Galdós o Blasco Ibáñez.
La más bella costa de Europa
Hablar de la Costa Amalfitana es agotar los calificativos, todos buenos, claro. El italiano Renato Fucini escribía en 1878 que “para los amalfitanos el día del Juicio Final sería como cualquier otro ya que vivían en el paraíso”. El morado de las buganvillas y el verde y amarillo de los limoneros parecen buscar el contraste de colores con el intenso azul del Tirreno, y la tierra que los acoge quiere penetrar en esas aguas como un balcón sobre el mar, abrazando pueblos costeros y villas majestuosas. La Unesco declaró en 1997 la Costa Amalfinata Patrimonio de la Humanidad “por su belleza, su biodiversidad natural y las obras arquitectónicas y artísticas que en ella se suceden”. No es fácil contemplar a primera vista todo eso porque la sinuosa carretera que traza toda la línea de la Costa Amalfitana, con el adecuado nombre de Nastro Azzuro (la Cinta Azul) y que los locales llaman el Sendiero degli Dei (Camino de los Dioses), apenas ofrece miradores abiertos a espléndidas vistas y los pocos que hay siempre están lleno de coches y turistas más madrugadores.
Hay que tomárselo con calma y, además de contemplar las panorámicas desde sus escarpados acantilados sobre el agua y ver sus diminutas bahías y terrazas plantadas de vides, olivos y cítricos o, mejor aún, desde el mar, hay que deambular por las estrechas y empinadas callejas de cada pueblo y sentarse a disfrutar de las vistas en alguna pequeña terraza mientras se toma un capuchino, una birra o, lo más apropiado, un limoncello.
Aquí no hay grandes monumentos, castillos e iglesias, bueno sí que los hay, pero no es eso lo que nos gusta de la Costa Amalfitana. Nos gusta, por ejemplo, Salerno, la mayor población de la Costa, situada a escasos 30 km. de las ruinas de Pompeya, retiro en el pasado de intelectuales y artistas, con su delicioso Paseo Marítimo, su castillo medieval de Arechi, cuyo principal mérito es la vista que ofrece sobre la ciudad y su bahía y el verde parque con atractivos senderos naturales, inmerso en la vegetación mediterránea. En el centro histórico, muchos edificios medievales comparten espacio con tiendas, trattorias y cafés auténticamente italianos, aunque llenos de turistas. Este es un buen sitio para contratar uno de los barcos que zarpan a distintos enclaves de la costa Amalfitana o permiten ver desde el mar la privilegiada costa.
Refugio de artistas
Pero para aislarse de los visitantes, lo mejor es acercarse, bordeando el litoral, al encantador pueblo de pescadores de Cetara, cuyo nombre en latín viene de almadraba. Precisamente por ello, es un lugar ideal para degustar el atún que se pesca en esta costa, elaborado en preparaciones diversas, acompañado por la colatura di alici, una salsa de anchoa en salazón, de gran tradición y antiguo origen. Todo lo contrario es la cercana Ravello, en la cima de unos acantilados, con la mirada puesta en el mar y rodeada de mansiones suntuosas y magníficos jardines con miradores. El compositor Richard Wagner fue uno de sus incondicionales y se dice que aquí ambientó su ópera Parsifal; cada verano se celebra un festival de música clásica, dedicado en parte al músico alemán. También el tenor Enrico Caruso se alojaba aquí con frecuencia y uno de los mejores hoteles lleva su nombre. No fue el único enamorado de Ravello, por aquí pasaron, y se quedaron un tiempo, Virginia Woolf, Paul Valéry, Graham Greene, Joan Miró, André Gide, Tennessee Williams, Rafael Alberti y Gore Vidal.
Naturalmente Amalfi merece un alto en el camino, no solo porque da nombre a toda la costa, también por su importancia histórica. Aunque hoy apenas cuenta con 4.000 habitantes y varios miles de visitantes en cualquier ápoca del año, en el siglo IX fue una de las cuatro repúblicas independientes de Italia junto con Pisa, Génova y Venecia, con 70.000 habitantes. A un paso del mar se encuentra la artística plaza del Duomo, de la que arranca una regia escalinata que asciende hasta la fachada polícroma de la catedral de San Andrés con su pórtico dorado, el claustro del Paraíso y un campanario adosado que data del 1200. Por cierto, se dice que si los enamorados quieren casarse, nunca han de subir las escaleras agarrados de la mano, porque ese gesto hará que no contraigan matrimonio. Así que, cada uno por su cuenta.
Y como en todas las ciudades y pueblos de la Costa Amalfitana, lo imprescindible es pasear por sus callejas que se estrechan hasta tocarse, disfrutar el bullicio en las terrazas, ver la ropa que cuelga de las ventanas, dejarse tentar por sus heladerías de mil sabores, tiendas de limoncello (que ahora también se hace de mandarina, naranja, melocotón, pomelo... y hasta de chocolate) con todo el sabor del sur italiano y atrapar un sol que parece desplomarse desde un cielo inmensamente azul. Y para hacer un descanso, elegir alguna de las muchas trattorias de la Via Lorenzo y descubrir los platos estrella de la ciudad: los scialatielli (un tipo de pasta parecido a los espaguetis pero más anchos y cortos) con marisco, o los tagliolini al limone amalfitano (otro tipo de pasta con salsa de limón).
La fuerza del Strombolli
Pero esta ruta trataba de volcanes, aunque la Costa Amalfitana bien merece un paréntesis. Está situada entre los tres más importantes y activos de Europa, el Vesubio por el norte, el Etna en el sur, en Sicilia, y casi enfrente, el Strómboli, tal vez el más bello de contemplar en el corazón de las islas Eolias que presenciaron la Odisea de Homero y que también son Patrimonio de la Humanidad, y donde la mitología griega situaba la morada del dios de los vientos Eolo (de ahí el nombre del archipiélago) y la fragua de Vulcano. Su visión es abrumadora en medio del mar, sobre todo al atardecer o por la noche, cuando su cumbre –sus tres cumbres habría que decir– muestran su brillo rojo de lava y casi con puntualidad de relojero, cada 20 minutos produce una explosión y la lava discurre por la conocida como Sciara del Fuoco hasta el mar. Tal vez por eso se conoce como el faro del mar Tirreno. Es un espectáculo único desde un barco en el mar.
Aunque a veces hay erupciones intensas (la última alarma fue en julio de 2024), por lo general sus llamaradas solo producen cenizas que cubren las mesas de las terrazas mientras los pocos turistas que se acercan continúan bebiendo. Muy cerca está una pequeña isla, Strombolicchio, que una antigua leyenda dice que es el tapón del Stromboli lanzado al mar, mientras que los geólogos lo consideran parte de la chimenea de un volcán, destrozada por el embate de las olas y del viento. Es un farallón vertical rematado por un pequeño faro blanco, ya sin farero, al que se accede subiendo 200 escalones. Julio Verne se inspiró en él para su inmortal obra “Viaje al centro de la Tierra”, en la que los protagonistas son expulsados con su balsa desde las entrañas de la tierra saliendo por la abertura del Stromboli tras la aventura que iniciaran en Islandia.
El Etna, punto y aparte... y final
En una ruta de volcanes no puede faltar el Etna, aunque haya que cruzar el estrecho de Messina para llegar a Sicilia. En medio de una gran variedad geológica y paisajística, entre zonas desérticas con rocas volcánicas y bosques densos y verdes, se alza su majestad el Etna, o Muncibbeddu en siciliano. Símbolo de Sicilia en el mundo, es el mayor volcán activo de Europa, y uno de los más altos, y está incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 2013. El paisaje que lo rodea es una maravilla: desde la franja costera con vistas al mar Jónico hasta la campiña con sus huertos de cítricos y viñedos, pasando por densos bosques de castaños y robles hasta la naturaleza árida cerca de la cumbre. Sus cenizas, cráteres, cuevas y flujos de lava y la depresión del valle de Bove lo convierten en un destino privilegiado, un importante paisaje cultural y un centro estratégico de investigación internacional con una larga historia de influencia en la vulcanología, la geología y otras disciplinas de las ciencias de la Tierra. La Reserva Natural del Parque del Etna y el volcán se pueden explorar a lo largo de numerosos senderos naturales, ideales para disfrutar de un panorama inolvidable.
Una vista muy especial del volcán es desde Taormina, una terraza natural sobre el mar, la ciudad más elegante de Sicilia y la perla del mar Jónico. Isla Bella es el símbolo de Taormina, un pintoresco y evocador islote, reserva natural y arqueológica en cuya escasa y rocosa superficie se alza una villa rodeada por diminutas calas bañadas por el vaivén de las olas, que compite con la plaza IX Aprile, una terraza panorámica con vistas a la bahía. Repleta de cafés al aire libre, la plaza es el lugar perfecto para tomar un helado de pistacho, la especialidad local, dejarse sorprender por la belleza de la ciudad y divisar el Monte Etna en la distancia.
Pero sin duda la joya de la ciudad es el Teatro Griego de Taormina, edificado sobre una ladera que mira a poniente, los visitantes que acudan a admirar sus ruinas con el sol poniéndose entre los arcos del escenario con el Etna al fondo, o presenciar una obra de teatro durante los festivales que se realizan en los meses de verano, podrán disfrutar del mejor telón que Italia pueda ofrecer: la cumbre del Etna, nevada incluso en verano, siempre humeante, que vigila y advierte a actores y público de que nunca duerme.
----------------------
Los autores de este reportaje en el foro de Pompeya - Fotos del artículo: Carmen Cespedosa y archivo
Escribe tu comentario