El Bierzo, al norte de León, es una de las zonas de España que más y mejor patrimonio industrial y minero posee y ofrece la excelente oportunidad de comenzar la ruta por la propia ciudad de León y sus muchos encantos. La provincia de León llegó a dar empleo a más de 40.000 personas en 132 minas repartidas por todo el territorio, especialmente en El Bierzo en el siglo XIX. También una de las que más ha sufrido el abandono de unos duros oficios a favor de las nuevas tecnologías y medios de producción. Pero es por eso una de las regiones que puede presumir de los mejores lugares y restos arquitectónicos –casi habría que decir arqueológicos– que permiten conocer la dura vida que había allí hace apenas unas pocas décadas y de espacios que hoy se han convertido en un atractivo turístico alternativo.
Uno de esos lugares especiales es el poblado minero de La Piela, que está dentro de la Lista Roja del Patrimonio que organiza Hispania Nostra –una asociación que alerta sobre elementos del Patrimonio Histórico español que están en riesgo de desaparición, destrucción o alteración de sus valores–, donde vivieron y ganaron en su día mucho dinero decenas de familias y donde trabajaron cientos de obreros en unas instalaciones que disponían de cantina, economato, escuela y todo tipo de comodidades para la época, cuyas ruinas hoy desprenden un encanto misterioso y un tanto sobrecogedor y donde existe el proyecto de rehabilitar al menos una de las casas como refugio para los que deciden hacer esta senda llena de encanto, partiendo de Peña del Seo, con uno de los miradores más impresionantes del Bierzo. En la actualidad se trabaja para poner en valor este patrimonio industrial y revivir la sombra de lo que fue. Un importante conjunto industrial que nos habla de la fiebre del “oro negro” en los años 40 y 50, así como del modo de vida de las gentes de entonces.
La llamada ruta del wolframio, además de permitir visitar la viejas bocaminas y los edificios que albergaban a los mineros, cruza bellos y conservados bosques, recorre serranías que permiten ver casi toda la comarca, pasar por Villasinde, una tradicional aldea ganadera que se resiste al paso del tiempo y, tras ella, el valle del río Corporales. Desde el punto más alto de este cordal, se llega hasta Cadafresnas, la aldea que un día centralizó la explotación del mineral. Y durante todo el recorrido se disfrutan vistas espectaculares y un paisaje intacto. No muy lejos, en Sabero, ya en las puertas de los Picos de Europa, se ha inaugurado hace poco la espectacular Vía Ferrata Valdetorno de la que forma parte un vertiginoso puente tibetano de 110 metros, el más largo de España.
En esta zona, en los años 40, floreció la minería de wolframio (o tungsteno, o wólfram, como suelen llamarlo en la zona). Gracias a que tiene el punto de fusión más elevado de todos los metales y capacidad para soportar el calor adquirió mucha importancia durante la II Guerra Mundial (y más tarde en la guerra de Corea), cuando se utilizó para blindar la punta de los proyectiles antitanque y en la coraza de los blindados, pero también para fabricar bombillas o motores. Así, su adquisición se convirtió en un elemento vital para la Alemania nazi, que lo pagaba a cuatro veces el precio oficial, lo que permitió que la zona creciera en población y riqueza, aunque era un trabajo duro y peligroso, sobre todo porque su extracción liberaba arsénico, lo que fue deteriorando la salud de los mineros por envenenamiento, aunque de vez en cuando el wólfram también llegaba a los Aliados, gracias a los chanchullos de todo tipo que se trenzaban en la estación fronteriza de Canfrán (hoy convertida en hotel de lujo de la cadena Barceló), que no solo afectaban al wolframio, también al tráfico de oro, a la huida de judíos y a la presencia de espías de todo tipo.
Valorar el patrimonio industrial y minero
Pero volvamos al Bierzo. Hoy del esplendor de aquellos tiempos en esta y otras explotaciones mineras en las que el carbón era el rey de la energía, no queda casi nada. Pero los restos de lo que fue aquella actividad, los edificios y estructuras que la acogieron, la maquinaria que utilizaron, la historia de las gentes que la protagonizaron con su esfuerzo y los espacios en que vivieron conforman una serie de rutas y visitas que justifican un viaje fuera de lo habitual, en el que, además de esa mirada al pasado se descubre un presente en forma de museos, réplicas de aquel duro trabajo e instalaciones con nuevo uso en medio de paisajes con una naturaleza pura, rutas tranquilas o de aventura y, por supuesto, en cada lugar una gastronomía tradicional que hace guiños a la más destacada vanguardia.
Dar a conocer esos tesoros poco habituales en los circuitos turísticos es el objetivo que se ha impuesto la Cátedra de Territorios Sostenibles y Desarrollo Local de la UNED de Ponferrada y la Fundación Ciudad de la Energía en su proyecto Paisajes24, un punto de encuentro anual del turismo, las industrias culturales y el desarrollo territorial en León, cuya primera fase ha empezado este año para culminar en la primavera del 2024. Se trata, entre otras cosas, de mostrar el patrimonio agroalimentario, industrial y social de la provincia de León y más específicamente de la región de El Bierzo.
El pasado en los museos
La búsqueda de los tesoros industriales de esta región pasa, necesariamente, por algunos de sus museos que han sabido conservar los elementos de una industria que en su día fue puntera y el reconocimiento a los hombres y mujeres que la hicieron posible. Es el caso, por ejemplo del Museo de la Siderurgia y la Minería de Sabero instalado en una parte de la Ferrería de San Blas que acogió la primera industria siderúrgica de España, en 1846. Se creó entonces un amplio complejo industrial siderúrgico con altos hornos de cok, algo que supuso un acontecimiento de gran importancia en aquella época por la utilización de la más alta tecnología del momento.
El museo está perfectamente organizado con numerosos paneles explicativos y su director, Roberto Fernández, se esfuerza en contar la historia del complejo siderúrgico que allí funcionó, cuando se extraían decenas de miles de toneladas de carbón para abastecer a España y a Europa, dando continuidad a la Revolución Industrial sedienta de hierro y acero, de modo especial durante las grandes guerras mundiales, pero sin duda lo más destacable es el propio edificio del museo, que alguien denominó “la catedral del hierro’” por sus dimensiones y su estilo neogótico, la antigua ferrería construida en piedra y ladrillo, con una gran nave central totalmente diáfana, sin pilares, sustentada la cubierta por una sucesión de arcos diafragma. La interesante visita al museo se complementa con el recorrido por el que fue barrio obrero, con hospital, economato, escuelas...
Desde aquí parte la llamada Ruta de las Minas un recorrido circular de 9,8 km que transporta al pasado de la minería del valle. Un itinerario sencillo, con vistas impresionantes, que pasa por las minas que aportaron el material a la Ferrería de San Blas. Pero, además de minas también se pueden descubrir otras joyas del paisaje, como la ermita de San Blas del siglo XV, o el Roblón de la Plata, un magnífico roble de 17 metros de altura y unos 700 años de edad. Cerca está la mina La Plata, llamada así porque el mineral que se buscaba era la galena argentífera compuesta principalmente por plomo y plata. Más allá, un mirador sobre el río Esla permite ver el valle de Aleje y muy cerca esta la Mariate, con un dispositivo de vagonetas que transportaban el carbón mediante un cable aéreo a la otra orilla del río, para luego alcanzar la mina la Imponderable, uno de los principales yacimientos de hierro que suministraron mineral a los hornos altos de la Ferrería de San Blas.
Un carácter bien distinto tiene el cercano Museo del Ferroviario de Cistierna, mucho más modesto y entrañable, en buena parte porque lo gestionan y lo muestran los viejos ferroviarios que dedicaron su vida al tren desde que en 1894 se inauguró la línea férrea que unía La Robla con Balmaseda, lo que dio a Cistierna un valor añadido con respecto a un espacio que se había ordenado en torno al complejo minero e industrial de Sabero. Además, se trata de un museo dedicado al ferroviario, no a la industria ni al tren, sino a los trabajadores.
El Museo del Ferroviario se ubica en el antiguo economato del Ferrocarril de La Robla-Bilbao y en él se da a conocer cómo era la vida de los trabajadores del mítico Tren del Hullero a lo largo de sus más de 100 años de historia. Aquí se muestran los objetos cotidianos de los trabajadores del ferrocarril, desde el montaje de las vías del tren a la Oficina del Jefe de Estación, incluyendo, por ejemplo, la maquinilla todavía en uso con que se validaba los billetes de cartón con la fecha del día, además de herramientas, enseres, documentación y todo tipo de instrumentos y objetos relacionados con la labor del ferroviario.
Casi como un elemento más del día a día de su trabajo es la Olla Ferroviaria (también llamada putxera en el País Vasco), un exquisito y contundente manjar que preparaban los maquinistas al rescoldo de la caldera mientras el tren circulaba para comer caliente en alguna breve parada. Los maquinistas y fogoneros que a diario salían por la mañana de Cistierna y de Valmaseda, conduciendo trenes de mercancías hasta Mataporquera, conectaban la olla al vapor de la locomotora en el momento de la salida del tren mediante un tubo desde el serpentín de la locomotora hasta la vasija, para que durante la marcha se fuese cociendo la comida del mediodía. Un potaje de alubias, verduras, carnes, tocino, chorizo y morcilla o patatas con carne que les permitía comer caliente y económico. Hoy, este plato que forma parte de la gastronomía típica del El Bierzo, junto con el botillo, se sigue ofreciendo al público todos los fines de semana y por encargo. Manolo, Maxi y Eva, miembros de la Asociación de Ferroviarios San Fernando, la elaboran como antaño.
Vida (y muerte) en las minas
Pero donde se descubre el duro pasado minero en esta región de León, es en la cercana Cuenca de Fabero, recientemente declarada como Bien de Interés Cultural y Conjunto Ecológico, que comprende varias minas y poblados mineros entre los que destaca el Pozo Julia, muy bien conservado y tal vez el mejor lugar para comprender lo que fue la dura vida de los mineros. La construcción del Pozo Julia se inició en el año de 1947. A su gran pozo vertical de tres plantas, que alcanza los 275 metros de profundidad, se accedía por un castillete con ascensor para personas y vagonetas, que hoy es la imagen más representativa de esta mina.
Una sucesión de espacios bien conservados y explicados por los propios antiguos mineros llevan al visitante a la lampistería, donde el minero recogía su lámpara ya cargada para la larga jornada de trabajo en aquellas oscuras galerías, en los vestuarios el minero se enfundaba su mono de trabajo y lo dejaban una vez acabado su turno, colgando la ropa mojada y sucia en unas perchas, que un sistema de poleas elevaba. Los calentadores de los que disponía el vestuario se encargaban de calentar la sala y secar la ropa mojada para que al día siguiente el minero tuviera su ropa de trabajo seca de nuevo. Pero la importancia de este espacio no radica en el sorprendente sistema de perchas, aquí es donde se realizaban las asambleas, donde se fraguaba la lucha por unas condiciones dignas de trabajo que han marcado la imagen del minero.
Las diferencias sociales se dejan ver en la zona de duchas, generalmente colectivas para los trabajadores e individuales para los vigilantes que controlaban el trabajo de los demás, o incluso con bañera para los facultativos, directivos y visitantes importantes. Las salas de compresores, la de máquinas, el lavadero y el castillete son otros tantos espacios destacados que llevan a la zona principal de Pozo Julia que es la propia mina en la que los especialistas, como el barrenista que perfora la piedra con su martillo de barrenar y rellenar los barrenos (huecos en la piedra) con explosivos para avanzar en la perforación de la galería; los entibadores que se encargaban de montar los cuadros, estructuras de hierro y madera que impedían el derrumbe del techo o de más escombro y sobre todo el picador, que se encargaba de extraer el carbón de las vetas que con frecuencia no tenían más de 40 centímetros de altura y se debía trabajar tumbado o encogido durante horas. El trabajo de picador es uno de los más duros y peligrosos de la mina. Los desprendimientos, el páncer con que se protegía a la maquinaria, o el propio martillo neumático generaba enfermedades relacionadas con el desgaste de huesos y articulaciones, necrosis óseas, pérdida de audición y sobre todo silicosis, enfermedad producida por la sílice de la piedra, que va secando el pulmón del minero produciendo la muerte en los casos más avanzados.
La visita a Pozo Julia, que se está promocionando como atractivo turístico con sorprendente éxito, resulta un tanto deprimente pero instructiva para comprender que el confort del que ahora disfrutamos no siempre fue así y hubo hombres y mujeres que dejaron su salud, y algunos su vida, para el bienestar de otros. Aquella lucha sigue hoy dirigida a impedir la desaparición de lo que ha sido la historia de estos pueblos, conservando un patrimonio pasado y mostrando a todo aquel que lo desee una realidad ya desaparecida y que ha formado parte de la cultura de nuestros pueblos mineros.
La reina de las minas
Pero si se habla de minas en esta región, es imprescindible referirse a Las Médulas, la que fue la mayor mina de oro a cielo abierto de todo el Imperio Romano, allá por el año 20 a.C. con más de mil hectáreas. Pero antes de llegar y en el camino, bien merece una visita el Castillo de Cornatel, del siglo X y antigua fortaleza de los Templarios, con espectaculares vistas al valle del Sil. Los muy optimistas todavía tratan de buscar pepitas de oro en Las Médulas. No es tarea fácil porque los romanos no dejaron ni una tras casi 200 años de explotación, aunque algunos expertos aseguran que todavía queda oro en Las Médulas pero ya no es rentable su explotación. El preciado metal, tan ansiado por todas las civilizaciones del planeta, hacía que los romanos hasta movieran montañas, literalmente. Este método de extracción, al que Plinio El Viejo denominó “ruina montium”, o sea “derrumbe de los montes” consistía en minar la montaña con galerías y pozos, que después dejaban caer agua por canales y acueductos desde hasta 300 kilómetros de distancia, para que así la presión del aire comprimido y del agua actuara como un explosivo, derrumbando la montaña desde dentro. Sobre el aluvión derruido continuaban arrojando agua, para arrastrar el lodo aurífero a los canales de lavado, donde utilizando hojas de brezo filtraban las pequeñas pepitas de oro.
Las Médulas nos ha dejado, siglos después, uno de los paisajes más inquietantes y hermosos de toda la península, un sabio contraste de arcillas rojizas en picudos farallones y verdes vegetales, rodeado de castaños centenarios, lagunas, lagos, picos y galerías. Hoy, este paraje cultural, fruto de la naturaleza y la acción del hombre, es Patrimonio de la Humanidad desde 1997 y merece que se le dedique tiempo para descubrirlo y respeto, ya que como todo paraje cultural, es muy frágil a la acción del hombre.
Y, además, Ponferrada
El punto final de este recorrido (mejor habría que decir el punto y seguido ya que El Bierzo y León tienen aún más cosas que ofrecer) es la capital de la región, Ponferrada, escala imprescindible en el Camino de Santiago, que tuvo un pasado brillante, tiene un presente dinámico y proyecta un futuro prometedor. Del pasado guarda un testimonio espectacular de cuando fue propiedad y sede de los Caballeros Templarios; con 8.000 metros cuadrados de extensión, el Castillo de los Templarios es mucho más que una fortaleza. Su rehabilitación ha permitido sacar a la luz gran parte de su riqueza arquitectónica y utilizar parte de sus salas para actividades culturales y exposiciones.
El presente de Ponferrada es consecuencia de su papel protagonista desde principios del siglo XX, tras el descubrimiento y explotación de las riquezas minerales de hierro y carbón, así como la instalación en 1949 de la central térmica de ENDESA, Ponferrada fue terminal del ferrocarril de vía estrecha de la Minero Siderúrgica de Ponferrada (MSP) que transportaba los carbones de la cuenca carbonífera de Fabero-Sil y de Villablino, tanto para su exportación hacia otras partes de España como para la generación de electricidad en las primeras centrales térmicas de Ponferrada (Fábrica de Luz y Compostilla I), hoy centros de referencia de la actividad cultural de la ciudad.
Y precisamente son La Fábrica de Luz y el Museo de la Energía, lo que fue antiguamente la Central Térmica de La Minero Siderúrgica de Ponferrada, junto a la Térmica Cultural, además de museos, como posibles sedes de eventos, congresos y celebraciones –a destacar el llamado Fuego Verde, un impresionante invernadero y sus decenas de helechos arborescente– y un espacio de encuentro y participación en el que se ofrece una variada programación de actividades para todos los públicos, las que den impulso a la ciudad y consoliden su futuro. Durante el recorrido a La Fábrica de Luz se puede descubrir cómo se producía la electricidad a partir de carbón a principios del siglo pasado y conocer las particularidades de la sociedad de aquella época; cómo eran sus vidas, cómo trabajaban, cómo se divertían y cómo la utilización de un recurso natural como el carbón fue el motor de cambio de un territorio y de sus habitantes.
Considerado una de las joyas del patrimonio industrial español, su restauración se ha realizado respetando completamente los elementos originales de la central. La cuidada recuperación del patrimonio, el respeto a la arquitectura y la conservación de la memoria y del patrimonio inmaterial han sido reconocidas con el premio Europa Nostra 2012 y la nominación al mejor museo europeo del año 2015 en los premios EMYA (European Museum of the Year Award).
Escribe tu comentario