Acaba de cumplir 35 años y completó su doctorado en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid antes de cumplir 29. Periodista cultural desde los 18, llegó al diario El País de España de la mano de Miguel Ángel Bastenier cuando estaba todavía en el pregrado, y se formó como cronista en los años del llamado Boom de la crónica latinoamericana tras publicar en las revistas Etiqueta Negra (Perú) y El Malpensante (Colombia). Desde entonces, como periodista independiente, ha colaborado con medios en España y América Latina, entre ellos los periódicos El Colombiano y El Mundo de Medellín, y las revistas Arcadia (Colombia), Otra Parte (Argentina) y Altaïr (España), entre otras.
Varios ejes destacan en el perfil profesional de Juliana González-Rivera: el periodismo, al que se dedica desde la teoría y la práctica. Es redactora de cultura –escribe sobre literatura, arte, cine, viaje– y es docente universitaria de crónica, reportaje y nuevos medios y comunicación en la era digital.
La historia del arte y la sociología de la cultura también son áreas en las que trabaja como docente, reportera e investigadora. Especialista en biografías de artistas, escribe periódicamente sobre arte y da cursos y conferencias sobre los grandes maestros de la pintura. Asegura que “el aula de clase es su lugar en el mundo” y es conocida por su capacidad de emocionar a sus alumnos. “Dos máximas rigen mi forma de enseñar y de escribir: la emoción y la admiración. Como decía Seamus Heaney, ‘hay que enseñarle a la gente a admirar, porque para criticar ya tendrán toda la vida’. Yo escribo y doy clase solo sobre lo que admiro, aquello que estimula, me gusta y considero que enriquece y es importante. Creo que eso explica el entusiasmo de mis lectores y alumnos”.
Tras publicar La invención del viaje. La historia de los relatos que cuentan el mundo (Alianza Editorial, 2019), su segundo libro llega este mes de octubre: Viajar y contarlo. Estrategias narrativas del escritor viajero, con Edicions Universitat de Barcelona.
Periodismo, viaje, arte, literatura e historia se funden en la atractiva personalidad de Juliana González-Rivera. Después de disfrutar del primero de sus libros y de haber tenido el placer de conocerla, estamos impacientes por descubrir su nuevo trabajo.
¿Cuándo descubres que tienes un espíritu 100% viajero?
Mi relación con el viaje comenzó a mis 18 años cuando me instalé por primera vez fuera de la ciudad donde nací y crecí, en una primera aspiración real a una vida en libertad. 16 años después, he ido escribiendo una biografía nómada que me ha llevado a más de 40 países y a vivir en Medellín, Bogotá, Madrid, Barcelona y Estocolmo. Pero mi ser viajero no tiene que ver con la cantidad –no creo en el espíritu del viaje como acumulación– sino con la sensación que produce. Suelo decir que el viaje es, sobre todo, una huella. Incluso una herida. De cualquier modo, una experiencia transformadora de la que no se sale ileso.
Así, el viaje es para mí no una actividad sino un modo de estar en el mundo, una aspiración permanente al movimiento, a la libertad y a la creación. Y asimismo tiene que ver con un desarraigo crónico. Me siento cómoda y capaz de establecer fácilmente mi casa en cualquier lugar. No pertenezco a un sitio sino a muchos. Mi madre es mi única patria.
Mi libro, La invención del viaje, comienza con un epígrafe de Saint-Exupéry, en el que alude a cómo “sintió de golpe el viaje” una noche bajo las estrellas del desierto. Cada viajero y viajera que he leído ha “sentido de golpe el viaje” en algún punto del camino. Yo misma he sentido el viaje no una sino varias veces, y este libro ha sido una forma de entender todas esas sensaciones.
No vivo en el camino, solo me siento permanentemente en tránsito. Y me gusta esa idea de Rosi Braidoti que explica que ser nómada no es no tener casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier lugar. Así lo he hecho en más de 30 mudanzas. Por eso no me siento de un solo sitio sino de todas esas ciudades, pueblos y países que he ido sumando a mi biografía. Y espero que sean más. También, después de muchos años viviendo fuera, he vuelto a Medellín, mi punto de partida, para entender, como tantos viajeros antes que yo, que volver es solo otra forma del viaje.
En tu libro haces hincapié en las diferencias que separan al viajero del turista, ¿cuáles son?
Lo primero que hay que dejar de establecer es una dicotomía en la que creemos que uno es mejor que otro. De algún modo, todos somos turistas. Pero también viajeros, porque todos hemos experimentado alguna vez las tres etapas que definen el viaje: la partida, con la dificultad que siempre supone despedirse y marcharse; el tránsito, y el regreso, con lo difícil que también es volver. Pero sí es cierto que valoro la experiencia del viaje por encima del espíritu vacacional y recreativo. Al turista le funciona el grupo, el viaje cuidadosamente organizado, sin espacio para el contratiempo o la sorpresa. Compara todo el tiempo con lo propio, viaja con guías y mapas que determinan su mirada y se aloja en hoteles que son iguales en Shanghái, Barcelona, Nueva Delhi o El Cairo, incluso iguales a los que hay en su propia ciudad. El turista es previsible. Es producto de la sociedad de consumo, de la superficialidad que caracteriza el mundo contemporáneo, y por eso disfruta de los parques temáticos. Viaja para recrear su paso por un lugar y se relaciona con sus iguales, pero casi nunca con aquellos que, en teoría, visita.
El viaje, en cambio, es un diálogo –con los locales, con otros viajeros, con quienes han escrito sobre los lugares visitados, con otras culturas–, mientras que el turista entabla un monólogo. Se mira en sus fotos más que a aquello que visita, no escucha a los locales porque no se relaciona con ellos, es un espectador que no participa y si habla es para escucharse a sí mismo.
El viajero es alguien que se desplaza para ver, no para reconocer lo que otros han visto. Un ser humano libre que se esfuerza por conquistar una mirada propia y eludir los simulacros, todo aquello que convierte el mundo en una falsificación. Es un cosmopolita. O como dijo Kundera, pertenece a una geografía más imaginaria que física, hecha de palabras, letras y escritura. Y por lo general son seres que aspiran a vivir en la literatura, en la creación, en la poesía. No se contentan con ver solo un trozo del paisaje y el viaje es su forma de respiración. Es una actitud y un modo de estar en el mundo. Una condición permanente, no es un estado transitorio.
¿Piensas que el viajero auténtico es el que se lanza en solitario al viaje? ¿Viajar en compañía y compartir experiencias es vivir el viaje de forma más light?
Al viajero lo definen muchas cosas, pero sobre todas ellas, la búsqueda. Viajero es el que busca. No sabe muy bien qué, pero esa carencia lo obliga a moverse, lo impulsa al camino. Y esa búsqueda es muy difícil hacerla en compañía. No digo que sea excluyente, pero el viaje ocurre realmente dentro, y eso es imposible de compartir. Como explicaba Pedro Sorela, el viaje ocurre detrás de los ojos, no delante. Y quizá haya sensaciones compartidas, pero la transformación que provoca el viaje, la huella, la herida de la que hablaba antes, es personal e intransferible. No significa eso que haya que renunciar al placer de viajar en compañía. Se construye intimidad e historia común al viajar con alguien, y pocas cosas nos unen tanto a los otros como los viajes y las despedidas. Y eso no es light, más bien todo lo contrario.
Afirmas que los viajeros más genuinos son los que se mueven con el objetivo de ‘viajar y contarlo’. Imaginamos que ahí está el germen de la literatura de viajes. ¿Cuál es para ti el primer libro de viajes de la historia?
Creo que el viajero es, sobre todo, un escritor, un creador. Es alguien que convierte en obra la geografía que recorre. Sus viajes son su biografía. Viajar es, en sí mismo, un acto creativo, narrativo, incluso un ejercicio de estilo en varias vías: cuando se viaja, cuando el viajero se inventa a sí mismo, se construye en la ruta y cuando se cuenta. Así, el viaje está en todas las narraciones desde el comienzo de nuestra andadura como seres humanos. Paul Theroux ubica el origen del relato de viaje en ese primer hombre o mujer que se alejó de la tribu y volvió para contarlo. Entonces dijo: “Esto es lo que vi” y se convirtió de ese modo en el primer narrador de viajes de la historia. Pero en esa genealogía literaria están Gilgamesh, Hirjuf, el egipcio –el primer viajero real que conocemos por su nombre–, y luego están Ulises, Escílax, Heródoto, Jenofonte, Julio César, Nearco… tantísimos otros. Además, el viaje está presente en todas las grandes obras de la literatura universal –el Quijote, Moby Dick, la Odisea– y cientos de los grandes autores no son comprensibles sin sus viajes, como Saint-Exupéry, Conrad, Sorela, Sontag o Yourcenar, que tienen en común haber hecho de su vida un acto de creación.
¿Qué grandes viajeros y viajeras son tus referentes? ¿Con cuál de ellos te animarías a viajar y qué ruta escogerías?
Tengo un grupo de cinco que son a los que vuelvo todo el tiempo. Los enseño en clases, cursos, vuelvo a sus relatos y con cualquiera de ellos me hubiera encantado embarcarme, en cualquiera de sus rutas. Heródoto, en esos tiempos en los que se trazaba el itinerario mientras se avanzaba en el terreno, para, como él, comprobar todo lo que había oído decir sobre los otros. A Marco Polo lo hubiera seguido sin duda en su ruta de Venecia a las tierras del Gran Khan pasando por el Asia central, un viaje que, de hecho, espero replicar muy pronto siguiendo la Ruta de la Seda. Admiro de Colón el arrojo que le permitió desafiar el viento en contra y el pensamiento de su época, además de los monstruos que poblaban los mapas medievales y que se pensaba que podían atacarlo en alta mar. Humboldt, el hombre que visitó el continente americano a comienzos del siglo XIX con un espíritu entre la razón y el Romanticismo, me entusiasma particularmente. Subiría con él al Teide o al Chimborazo no sólo en busca de datos y explicaciones, sino para contemplar la belleza del paisaje en el ascenso y desde lo alto. Con Martha Gellhorn estaría encantada de realizar sus Cinco Viajes al Infierno, especialmente su travesía africana cruzando la línea ecuatorial, de Camerún a Zanzíbar, además de visitar la China en guerra junto a Hemingway o la Rusia Soviética.
¿Crees que el viaje cura y enseña? ¿Qué cosas o aspectos?
Desde luego, el viaje cura y enseña en muchos sentidos. “Viajar hace a los hombres discretos”, como dijo Cervantes, es “un ejercicio de mutua tolerancia que nos enseña la mutua estimación”, como dijo Lawrence Sterne. El viaje es casi siempre una metodología para el entendimiento, de nosotros mismos y de los otros. Y por eso es una escuela de respeto por la diferencia, porque nos recuerda, como dijo Descartes, que los otros, por ser distintos, no son bárbaros sino hijos de la razón. El viaje activa los resortes de la curiosidad y el asombro, que se van atrofiando con el exceso de rutina y de cotidianidad. Cura los clichés con los que creemos entender a los demás sin haberlos visto, y combate la banalidad de las postales y la falsificación de pueblos y ciudades solo para ser incluidos en circuitos turísticos. El viaje enseña a combatir las fronteras que imponen cada vez con más fuerza los terribles nacionalismos, así como las identidades excluyentes que favorecen el discurso único y la homogeneidad peligrosa, sobre todo del pensamiento. El viajero no se conforma, aspira a moverse, a vivir. Es un ejemplo de ser humano libre e impulsa a otros, como él, a salir al camino para que intenten descubrir aquella sabiduría que solo provee la ruta.
También entregarse a la pasión de viajar implica renunciar a ciertas cosas, ¿no?
El viajero es alguien que renuncia a un solo domicilio fijo, a una vida al uso. No tiene banderas para envolverse ni identidades únicas a las que aferrarse. Y suele padecer un desarraigo crónico, porque se siente en casa casi en cualquier lugar. Para él, “ir” y “volver” son dos palabras que pierden sentido porque se ha ido tantas veces como ha regresado. Acepta incluso que puede no volver. El trasegar de los viajeros, además, sucede en medio de una gran soledad. El viaje implica extranjeridad, añoranza, extravío, pocas certezas. Pero quienes se embarcan están dispuestos a pagar el precio. Se saben privilegiados de ser actores de su propio espectáculo, de inventar su guion, decidir los escenarios y hacer de sí mismos el personaje que más les interesa, como digo en el libro. Por eso en la vida de un viajero hay espacio para varias biografías. Y esa es una de las razones por las que merece la pena una vida en tránsito.
¿Qué te llama más la atención de aquellas personas que sienten rechazo por viajar y nunca han querido moverse de su lugar de origen?
Viajar supone un esfuerzo y es comprensible que algunas personas prefieran la zona de confort a la diferencia y el choque que siempre supone el viaje cuando es con mayúsculas. Pero creo que no salir de casa implica, de algún modo, un acto de soberbia, cuando elegir no ver a los otros es voluntario. Es una forma de decir que tenemos todas las respuestas y que no hay nada que aprender de los que están al otro lado. Al viajar nos entendemos mejor porque nos miramos en ese espejo que son los demás. Y así es como llega el aprendizaje y el conocimiento, del que el viaje es metáfora. «Entender» y «conocer» suceden después del extravío, tras alejarnos del yo y las certezas que tenemos asumidas. Lo contrario me parece algo corto de miras.
Con el paso del tiempo, ¿ha cambiado mucho la forma en la que viajamos? ¿En qué sentido?
Las motivaciones han cambiado a lo largo del tiempo. El viaje ha evolucionado de la necesidad a la búsqueda de la libertad. El ser humano ha partido con un fin utilitario, se mueva en una topografía física, imaginaria o interior. El desplazamiento siempre es para algo: comerciar o descubrir, instruirse o colonizar, buscar lo exótico, descansar, conocer o mirarse dentro. Cada época responde en líneas generales a una forma del viaje, como explica Eric Leed: los primeros hombres se movieron en busca de comida y refugio. Para los antiguos, el viaje era una prueba de los dioses y del destino, incluso una obligación, donde los viajeros eran puestos a prueba y salían transformados tras adquirir habilidades y sabiduría –como Ulises–. En la Edad Media el viaje cambió: los peregrinos se movían para purificarse en el camino y los caballeros demostraban su destreza y carácter durante sus aventuras. Luego vinieron los descubrimientos: de América, Australia, los Mares del Sur. Y las expediciones científicas describieron y taxonomizaron la naturaleza.
Pero el viaje empieza a ser una auténtica expresión de la libertad a finales del siglo XVIII, cuando aparece el viajero sentimental y romántico. El desplazamiento al extranjero dejó de ser solo para instruirse o conquistar a los otros, y comenzó el tiempo de la contemplación subjetiva, el periplo interior, la búsqueda de lo sublime, o el simple deseo de marcharse a otro sitio. Empezó el viaje por el viaje, y el siglo XIX fue el del comienzo del turismo y el viaje moderno, que de algún modo conserva algo de la búsqueda de la libertad y el individualismo. Las ganas de partir, la independencia que da el movimiento y el placer de la autonomía siguen siendo rasgos comunes a todo aquel que apuesta por el movimiento.
¿Qué influencia tienen las nuevas tecnologías en la evolución de la forma de viajar? ¿Realmente ayudan o entorpecen el hecho del viaje?
Las tecnologías digitales nos han hecho creer que el mundo entero está cerca, a la mano, que podemos recorrerlo y conocerlo sin salir de casa y desde detrás de la pantalla, y que ya no es necesario leer sobre los otros y ni informarnos de la lejanía. Lo llamo, como otros teóricos también, la ilusión de las imágenes, que parece que nos acercan y nos permiten entender el mundo, pero no es así. Las imágenes falsean la realidad. Existe una suerte de preciosismo que distorsiona o una pornografía del folclor y la pobreza que también tergiversa, explota e invisibiliza realidades que no son fotogénicas. Todo en función de los likes en las redes sociales. Sin embargo, hay muy buenos ejemplos en los que las nuevas formas del relato hoy, que integran distintas narrativas digitales —redes sociales, 360, transmedia, realidad virtual y aumentada—, se emplean para contar el mundo y ayudar a la comprensión de los otros y sus problemas.
Pero más allá de las tecnologías y de las formas de contar, creo que el viaje, al ser una sensación, no se puede fotografiar ni comunicar a través de formatos. El viaje no es solo una acción sino una emoción, un espíritu, una experiencia transformadora y única. Pero hoy las tecnologías dificultan la distancia que es necesaria para mirarnos mejor desde lejos, para que esa transformación ocurra. Parece que nos acercan, pero compartimos más me gusta, posts, chats y tuits que realmente ir a ver a los otros, intentar entender y entendernos al mirar a los demás y construirnos a través del contacto. La ilusión de cercanía no contribuye a la comprensión. De hecho, nos mantiene en nuestro lugar habitual, aunque nos movamos. Y para viajar hay que alejarse. El conocimiento tiene lugar en la distancia del punto de partida, la ruta.
La invención del viaje. La historia de los relatos que cuentan el mundo (Alianza Editorial, 2019) es un libro que recomendamos vivamente. Es un trabajo literario que destila esencia viajera de principio a fin.
Viajes y Lugares
Escribe tu comentario