Las brisas del húmedo otoño montevideano despeinan hasta al más distraído. Son exactamente las 18:3O de la tarde y a través del gran ventanal de nuestro apartamento temporario en la ciudadela, podemos ver la cúpula de la Matriz, la Iglesia más importante de esta península. La luz cálida del atardecer colorea su grisácea redondez. A cada hora resuena el hipnótico eco de las campanadas de la bicentenaria Catedral emplazada en la Plaza Constitución.
Las calles de la Ciudad Vieja son angostas, silenciosas y onduladas. Si tuviésemos que elegir una sería sin dudarlo Sarandí. La empedrada peatonal une la Plaza de la Independencia con la rambla y tiene la hermosa particularidad de dejarte espiar el Río de la Plata a diestra y siniestra.
En la plaza, donde antaño se levantara una poderosa fortificación, emerge la estatua del gran Artigas y las treinta y tres palmeras que representan a los orientales que lucharon contra la ocupación portuguesa. Justo enfrente, los cien metros y veintisiete plantas del Palacio Salvo parecieran custodiar la historia. O quizás esa majestuosidad del histórico monumento esconda cierta nostalgia de su hermano gemelo construido por el mismo arquitecto en Buenos Aires, el Palacio Barolo.
A cada paso se respira historia, cultura y huele a café. Brasileño, uruguayo, café, en el teatro Solís, en el pasaje Ituzaingó, café para llevar o para acompañar de un texto en un palacete transformado en librería. Rico café. Sólo hay que perderse para encontrar bares decorados con discos antiguos, vendedores ambulantes con cucharas y artefactos de bronce, ferias americanas, el Cabildo, el Museo del Tango y del Fútbol, el bus turístico, el Mercado del Puerto, la rambla y sus pescadores, los cruceros de paso, los buques de carga, los tours en bicicleta, el mate en las rocas, las garzas blancas chicas revoloteando cerca, el sonido de olas rompiendo en la escollera, el cielo alcanzable, el ritmo pasado, la magia envolvente de este Montevideo otoñal.
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