Marrakech, la ciudad donde los sentidos todavía palpitan

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Marrakech es una ciudad viva. Está hecha de enormes contrastes y de relaciones humanas. Para muchos es un bastión protegido, por sus murallas rojizas, del paso del tiempo; un entramado de calles laberínticas que rodean y protegen su origen, su esencia, el mercadeo ambulante de los pueblos nómadas que la fundaron en el año 1062.

Cuando le preguntan a Juan Goytisolo por qué vive en Marrakech desde hace más de 20 años, él responde “ Basta dar un paseo por la Plaza Jemaa El-Fna y la pregunta ya no existe” y es así, como si por arte de magia la cosas aparecieran y desaparecieran entorno a esta Plaza que adquiere viva propia. Allí los halaiquíes se convierten en héroes y preservan la milenaria tradición oral bereber y con sus historias encandilan y obnubilan a personas de toda condición social o edad. Al ritmo que suenan los tambores y las danzas de los gnauas, descendientes de los antiguos esclavos subsaharianos Aparecen los comerciantes de ropa, cacahuetes, aceitunas, juguetes, los encantadores de serpientes, los tradicionales vendedores de agua con sus sombreros y trajes- recordándonos la especial relación de los pueblos nómadas con el agua-, recitadores del Corán, puestos de zumos naturales y por supuesto de té a la menta. Decenas de carros de caballos, en el mejor de los casos, o tirados directamente por personas, traen y llevan mercancía. Decenas de cocinas ambulantes encienden sus fuegos al atardecer y alumbran sus tenderetes para degustar la cocina local y convertirse, por arte de magia, en restaurantes improvisados. Harira, la tradiconal sopa magrebí, cuscús, tajines, pinchos morunos, cordero… Mientras los fuegos humean y resplandecen ante la mirada de miles de espectadores y comensales.

Marrakesh.

Hay pocas cosas que no se puedan encontrar en esta Plaza, símbolo no sólo de la ciudad sino de una forma de vida que el propio Goytisolo describe y defiende en su obra. Una manera de vida de la que venimos, cuando la vida en Europa también giraba en torno a una plaza, y que sirvió como modelo para construir las grandes Plazas Mayores. Esta mezcla de idas y venidas frenéticas, de colores, sonidos, sabores, imágenes, gustos, este ritual de los sentidos, conforman el laberinto vital en el que se transforma la ciudad. Un laberinto que para Goytisolo adquiere un valor como forma humana de vida frente a la asepsia tecnificada y plastificada de la posmodernidad. Él lo concibe no como una reliquia del pasado, sino como un referente hacia el que dirigirse y que debe rescatarnos, o al menos despertar nuestros sentidos dormidos.

A pocos metros de la plaza serpenteando, y callejeando, o como el propio Goytisolo dice, Medineando, se encuentra una de las entradas al tejido de calles y bocacalles que forman el zoco, otro de los símbolos de la ciudad, donde los artesanos, comerciantes y vendedores exponen agrupados en un caos ordenado por gremios. Otra invitación al olfato, la vista, a los sentidos, donde el aroma de las especias, azafrán, menta, cúrcuma, jengibre, y sus intensos colores nos transportan de nuevo a un mundo de fábula. Los distintos zocos se esparcen por la medina entorno a la gran plaza, incluso, o sobretodo, al otro lado de las murallas que separaban la Mellah- o barrio judío, del resto de la medina. Allí, en este barrio que se fue vaciando de judíos gradualmente desde la formación del estado de Israel en 1948, se encuentra el zoco más antiguo de la ciudad. Es un barrio, de calles estrechas, que parece olvidado del tiempo y que han ido ocupando gente humilde. Sin embargo se encuentra, como parte de la historia de los judíos, junto al Palacio Real que le servía de protección.

El Palacio El Badi, del siglo XVI, o el más reciente del siglo XIX Palacio de la Bahía, creado con la idea de ser el palacio más grande jamás construido, la Mezquita Koutubia de 1158 y con un minarete de 70 metros de altura o la gran Medersa de Ben Youseff, de 1565, son algunos de los principales monumentos de esta Marrakech atemporal, donde toda ella es un monumento, protegida y rodeada por la muralla que alberga la medina. Muralla rojiza que se funde al atardecer con el color especial de la luz del sol, y adquiere tonos propios de las dunas. Rememorando no sólo el origen de la ciudad, sino que es un oasis en mitad del desierto.

Jardines de la Koutubia con la mezquita de fondo. / Foto: Guillermo Peris
Jardines de la Koutubia con la mezquita de fondo. / Foto: Guillermo Peris

Pero esta vida ajetreada, de idas y venidas, de laberintos, riadas de gente y de puestos apilados en la calle, de carromatos sin normas de circulación, y ciclomotores que circulan en cualquier dirección y que invaden la atemporalidad del lugar, convive con el remanso de paz que son los riads, jardín en árabe, y que son los alojamientos tradicionales y típicos construidos en torno a un patio. Calma bajo el leve sonido del agua para el descanso del visitante. Desde los tejados de algunos de estos riads, o de los muchos restaurantes de todo tipo que se expanden por la medina, se puede ver esplendorosas como reposan en calma y casi sempiternamente nevadas las cimas del Atlas.

Sin embargo no todo Marrakech es la medina. Al otro lado de la muralla, se levanta la nueva Marrakech, desprotegida del paso del tiempo. Construida principalmente desde 1912, en la época del protectorado francés. Una ciudad levantada en torno a dos grandes avenidas, Moahamed V y VI. Donde la vida recuerda más a occidente, donde el trazado de las calles deja de serpentear y se vuelve recto y cuadriculado.

Si no se ha conseguido ver el Atlas desde ninguna de las terrazas de la medina, los Jardines de la Menara nos darán una gran vista de sus cimas. Imponentes jardines a unos 4 kilómetros en línea recta desde la mezquita de la Koutubia.

Así conviven estas dos concepciones de vida, unidas, pero separadas, con las puertas abiertas, pero ligeramente interconectadas. Dos formas diferentes de concebir la vida y de sentirla.

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Dos miradas profundas de una misma realidad, separadas por casi medio siglo. Dos fotografías, o radiografías, para ver lo que perdura y lo que cambia en Marrakech con el paso del tiempo.

Las voces de Marrakech, de Elias Canetti. La mirada personal y sus percepciones sobre el Marrakech de 1954 de un ganador del Premio Nobel de Literatura.
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Historias de Marrakech, de Mahi Binebine. El autor marraquechí fue el ganador del Premio de Novela Árabe de 2010 con los Caballos de Dios. En Historias de Marrakech nos describe vivazmente su ciudad natal.
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